Vol. 21 - Num. 81
Revisiones
aPediatra. CS de Alpedrete. Madrid. España.
Correspondencia: J Rodríguez. Correo electrónico: juanroddelg@gmail.com
Cómo citar este artículo: Rodríguez Delgado J. Recomendaciones nutricionales y evidencia científica: ¿hay más dudas que certezas? Rev Pediatr Aten Primaria. 2019;21:69-75.
Publicado en Internet: 06-02-2019 - Número de visitas: 12537
Resumen
Cada vez se le da una mayor importancia a la promoción en la población de una alimentación saludable. La edad infantil es una época clave en este sentido. No es fácil la tarea de establecer recomendaciones claras y permanentes, debido a la dificultad para realizar investigación de calidad en nutrición, al carácter cambiante de la evidencia en ocasiones y al influjo que intuimos puede realizar la industria alimentaria. Para evitar la confusión que a veces llega a la población, los profesionales sanitarios deben ser conscientes de estas dificultades y transmitir dichas recomendaciones con la mayor prudencia y rigor posibles.
Palabras clave
● Alimentación ● Industria alimentaria ● Investigación ● Nutrición ● Recomendaciones nutricionalesLas enfermedades crónicas son la principal causa de muerte en los países desarrollados y muchas de ellas son prevenibles modificando los hábitos de vida1. La alimentación es uno de los pilares de un estilo de vida saludable, que podría evitar el desarrollo de un gran número de casos de obesidad, cáncer, diabetes o enfermedad cardiovascular. Es por ello por lo que las recomendaciones sobre alimentación son valoradas cada vez más por los profesionales sanitarios como una parte esencial de la prevención y la promoción de la salud. Pero la investigación en nutrición presenta dificultades que complican la tarea siempre necesaria de transmitir a la población una información clara, coherente y fiable. Más allá de la labor del investigador o de los grupos de expertos que establecen las recomendaciones de referencia, el profesional que atiende directamente a la población debería conocer estas dificultades, saber valorar el grado de evidencia o incertidumbre que sustenta los consejos nutricionales y ser prudente a la hora de transmitirlos a sus pacientes.
No es difícil entender la complejidad de establecer relaciones causales entre un factor de riesgo concreto y el desarrollo de una enfermedad, sobre todo si esta se desarrolla a largo plazo y tiene un origen multifactorial. Obesidad, hipertensión arterial, diabetes tipo 2, cáncer o enfermedad cardiovascular son patologías que tienen esas características.
El origen multicausal de la enfermedad requiere el control de una cantidad de variables de confusión que puede llegar a ser elevado. La alimentación es solo un aspecto del estilo de vida, por lo que otros determinantes, como pueden ser el sedentarismo o el estrés, deben ser también tenidos en cuenta. Hay estudios por ejemplo que concluyen que, a pesar de que las bebidas edulcoradas no aportan calorías extra, su consumo a largo plazo no da lugar a una reducción del riesgo de sobrepeso con respecto al consumo de bebidas azucaradas, como sería de esperar. La explicación puede estar en que las personas que suelen consumir cualquiera de estos tipos de bebidas tienen en general patrones alimentarios y hábitos de vida muy parecidos. Pero cuando se estudia el influjo de un nutriente o alimento concreto sobre el riesgo de enfermedad, es necesario controlar bien no solo los factores no nutricionales del estilo de vida, sino también el papel de otros alimentos que puedan influir, lo cual no es nada fácil. A la hora de evaluar el posible efecto protector por ejemplo del consumo de fibra sobre el cáncer colorrectal2, es necesario tener en cuenta otros aspectos de la dieta que pueden actuar como factores de confusión (mayor consumo de fruta o verdura o menor ingesta de algunos tipos de carne).
Por otro lado, algunas de estas patologías se desarrollan tras un largo tiempo de exposición al factor de riesgo (diabetes, hipertensión arterial), que es más largo aun cuando lo que se mide es una consecuencia final (como el número de infartos o la mortalidad cardiovascular). Este tiempo de latencia hace más complicado establecer relaciones causales y aumenta la posibilidad de sesgos de confusión.
Otra dificultad a la hora de investigar la encontramos en la metodología de medición de la exposición. En este caso suele basarse en muchas ocasiones en encuestas dietéticas, más o menos detalladas o exhaustivas, pero sujetas casi siempre a la subjetividad de los encuestados3,4 (que son los padres, en el caso de la Pediatría). La medición también está a veces condicionada por la diferente nomenclatura que se utiliza para describir los distintos alimentos o nutrientes. Un claro ejemplo es el del azúcar. Azúcares totales, azúcar añadido, azúcares libres, azúcar extrínseco son denominaciones que incluyen tipo de alimentos distintos5, lo cual complica realizar comparaciones entre estudios que utilizan nomenclaturas diferentes6.
Sabemos que los estudios de intervención, cuyo paradigma son los ensayos clínicos controlados y aleatorizados (ECA), son los que mayor capacidad y fuerza tienen a la hora de demostrar relaciones de causalidad entre exposición a un factor de riesgo y el desarrollo de la enfermedad. Pero en la investigación sobre nutrición muchas veces no es fácil ni posible realizarlos7. En patologías como la obesidad pueden diseñarse para valorar una relación a corto plazo, pero difícilmente puede mantenerse la intervención en el tiempo. Para aquellas enfermedades que tienen años de latencia es muy costoso realizar este tipo de estudios abarcando el largo tiempo que se necesitan para su desarrollo. Por ello, en lugar de medir eventos clínicos, que sería lo ideal (accidentes cerebrovasculares, por ejemplo), muchos de los ensayos clínicos realizados en el ámbito de la nutrición miden biomarcadores de riesgo (podría ser el perfil lipídico en este caso).
Es necesario ser conscientes de que la mayoría de los estudios realizados en el ámbito de la nutrición son de tipo observacional, menos complejos de realizar, pero con una menor capacidad para demostrar relaciones de causalidad. Dentro de ellos, los estudios de cohortes prospectivos son los más adecuados tras los ECA. Su diseño permite evaluar la exposición y los resultados en salud durante largos periodos de tiempo, con una adecuada secuencia temporal en la que la exposición precede al efecto y minimizando el sesgo de recuerdo que sí tendrían los estudios retrospectivos. No obstante, los estudios observacionales, aun siendo prospectivos y de calidad, tienen importantes limitaciones que deben tenerse en cuenta8. Aunque, dada la dificultad de realizar estudios de intervención, la base de la evidencia disponible recaiga sobre los estudios prospectivos de cohortes, sería necesario contar con más ECA en este ámbito9. Es más, hay autores que consideran necesario replantear seriamente la investigación sobre nutrición y dedicar fondos suficientes para realizar ensayos metodológicamente más adecuados10. Las recomendaciones dietéticas que tienen más fuerza son aquellas para las que coinciden los datos de ambos tipos de estudios, pero actualmente hay gran dependencia de los estudios observacionales para muchas de las recomendaciones que se hacen en el terreno de la alimentación. Estos estudios observacionales muchas veces, al no disponer de ECA, son la única y mejor evidencia disponible, pero no siempre los responsables de elaborar las recomendaciones o las políticas de salud son conscientes de sus limitaciones.
Un ejemplo que puede resumir todo lo expuesto anteriormente podría ser el de la relación entre vitaminas y antioxidantes con la enfermedad cardiovascular. Datos provenientes de estudios epidemiológicos sugerían un posible efecto protector, sobre todo de la vitamina E, en el desarrollo de eventos cardiovasculares11. Hay razones desde el punto de vista teórico para apoyar esa teoría ya que el α-tocoferol, la forma más activa de vitamina E, es un potente antioxidante, y se ha descrito en modelos animales su capacidad para reducir las lesiones ateroescleróticas12 y la agregación plaquetaria en humanos13. Pero en estudios de intervención y en los metaanálisis posteriores que incluían ensayos clínicos este efecto protector no se ha comprobado14,15, como tampoco el posible efecto protector de la administración de suplementos de vitamina E a largo plazo16. Ahora bien, ¿qué periodo de tiempo podemos considerar como “largo plazo”? En uno de los ensayos clínicos más amplios realizados en este sentido el periodo de seguimiento fue de diez años16. ¿Es un tiempo suficiente como comprobar o descartar un posible efecto en este tipo de patologías?
Algo que desconcierta con frecuencia tanto a los profesionales sanitarios como a la población son las discrepancias que se producen en las recomendaciones entre los distintos grupos de expertos o instituciones. Y el hecho de que estas recomendaciones cambien a veces en periodos de tiempo no precisamente largos. A quien sea consciente de las dificultades y limitaciones que tiene la investigación en nutrición no debería extrañarle del todo esa falta de unanimidad o el hecho de que la evidencia pueda cambiar con cierta frecuencia. Más difícil de entender son las situaciones en que, tanto grupos de expertos como profesionales sanitarios a nivel concreto en sus consultas, transmiten con rigidez pautas, recomendaciones o prohibiciones basándose en una evidencia muy insuficiente. Ejemplo paradigmático de ello han sido las recomendaciones detalladas, concretas y extensas sobre el inicio de la alimentación complementaria que muchos pediatras han transmitido con gran rigidez durante años. Al revisar la evidencia disponible al respecto, como hizo la Sociedad Europea de Gastroenterología y Nutrición Pediátricas (ESPGHAN) hace unos años17, se comprobó que la gran mayoría de esas recomendaciones no tenían justificación y que solo unas pocas contaban con un nivel de evidencia suficiente.
En otras ocasiones los cambios de criterio obedecen a conclusiones precipitadas en el contexto de una evidencia escasa o cuando menos moderada. La propia ESPGHAN modificó sus recomendaciones en 2008 sobre la edad de inicio del gluten17, dando lugar a un cambio sustancial en el consejo que muchos pediatras dábamos sobre ello. Se pasó de prohibir ofrecer el gluten hasta los 8 meses de edad a considerar prudente no retrasarlo más allá de los 7 meses. Y se hizo mientras estaban en marcha estudios importantes al respecto cuyas conclusiones, como así ha sido, podían modificar de nuevo las recomendaciones. Actualmente la ESPGHAN entiende que no hay datos que permitan concluir que existan diferencias sobre el riesgo de enfermedad en la introducción progresiva del gluten entre los 4 y 12 meses18. Por ello, dentro de ese margen no se especifica que ningún momento sea mejor que otro, salvo la recomendación de promover la lactancia materna exclusiva hasta el sexto mes como norma general. El cambio de criterio propuesto en 2008 probablemente podría haberse evitado si se hubiera esperado a tener un mayor grado de evidencia19.
Siguiendo con este mismo ejemplo, en 2008 se concluyó que introducir el gluten mientras el niño era amamantado podría tener un efecto protector17, lo cual actualmente no se considera probado20. La ESPGHAN hoy no recomienda adelantar la introducción del gluten solo por el hecho de que coincida con la lactancia materna. Ahora bien, con un bajo nivel de evidencia para esa recomendación negativa, ya que no encontraron ECA diseñados específicamente para estudiar esa relación, entre otras cosas porque hay limitaciones éticas a la hora de aleatorizar la lactancia materna18. Otra dificultad añadida que podemos encontrarnos en este tipo de investigación.
Las discrepancias entre distintos grupos de expertos pueden provenir también de la falta de uniformidad a la hora de medir la exposición y de interpretar los resultados. Tenemos un ejemplo en las bebidas azucaradas y los zumos. Existe unanimidad en la recomendación de minimizar o reducir al máximo el consumo de bebidas con azúcar añadido (llamadas bebidas azucaradas) por su posible relación con obesidad, caries y diabetes tipo 221. Pero no así cuando hablamos de zumos 100% procedentes de fruta22. Las recomendaciones sobre estos zumos también eran en general restrictivas, pero no tanto. Varios organismos permiten una cantidad máxima de un zumo 100% al día, adecuada a la edad, al entender que, al contrario que refrescos, bebidas energéticas o de cola, aportan algunos nutrientes que pueden ser beneficiosos y su consumo dentro de esos límites no ha demostrado ser perjudicial23. Por el contrario, la Organización Mundial de la Salud24 y otras instituciones25 asumen el concepto de azúcares libres, que incluye a estos zumos, y los equiparan por tanto en sus recomendaciones a las bebidas con azúcar añadido. Para aclarar esta discrepancia, sería conveniente contar con estudios que midieran el efecto concreto del factor que hay que estudiar, en este caso los zumos 100%, pero nos encontramos con que la mayoría de los trabajos publicados miden azúcar añadido (en cuya definición no están incluidos estos zumos). Hay muy pocos que midan consumo de azúcares libres y en ellos generalmente no se estudia por separado el efecto de los zumos 100% del resto de bebidas26, lo cual no permite detectar hasta qué punto el resto de las bebidas azucaradas pueden estar actuando como factor de confusión. Las distintas interpretaciones sobre estudios que miden variables no uniformes da lugar a la discrepancia.
Los conflictos de intereses no son exclusivos de la investigación en nutrición. Pero quizás algunas noticias conocidas recientemente han puesto el ojo de la comunidad científica de una forma especial en la influencia que puedan tener las presiones de la industria sobre este campo. En 2016 varios medios de comunicación se hicieron eco de un trabajo publicado en la revista Journal of the American Medical Association sobre las presiones de la industria del azúcar desde los años sesenta27. Esa tarea de lobby favoreció, según el análisis de documentos internos de la propia industria, el que en aquella época y durante décadas se pusiera el foco solo en la calidad de las grasas como factor de riesgo de enfermedad cardiovascular, desviando la atención del posible papel del azúcar al respecto. Un trabajo similar analizó documentos de la industria azucarera para demostrar su influencia sobre la agenda científica del Instituto Nacional de Investigación Dental (NIDR) de EE. UU. en los años setenta28. Al no poder negar la evidencia sobre el papel de la sacarosa en la patogenia de la caries, dedicaron esfuerzos a financiar investigaciones sobre tratamientos de dudosa eficacia, como enzimas para romper la placa dental o vacunas contra la caries, y a establecer relaciones con los líderes del NIDR. Un reciente estudio concluyó que entre los años 2011 y 2015 un total de 95 instituciones sanitarias y de salud pública en EE. UU. habían recibido patrocinio de Coca‑Cola Company o PepsiCo29. Además, durante el periodo de estudio, estas dos compañías hicieron presión contra 29 proyectos de ley de salud pública destinados a reducir el consumo de refrescos o mejorar la nutrición.
Utilizando uno de los ejemplos a los que nos hemos referido antes, los autores de un metaanálisis sobre el efecto preventivo de los suplementos de vitaminas y antioxidantes sobre la enfermedad cardiovascular concluyeron que no hay evidencia que apoye su uso, señalando que los efectos beneficiosos los vieron solo en ensayos clínicos en los cuales los suplementos fueron suministrados por la industria farmacéutica14. Quizás sea más sorprendente aun comprobar cómo incluso los trabajos que proporcionan la mejor evidencia disponible, como son las revisiones sistemáticas, no están exentos de presentar conflictos de intereses. Un llamativo estudio con participación española analizó en 2013 las revisiones sistemáticas publicadas hasta esa fecha sobre la relación entre bebidas azucaradas y obesidad, encontrando que varias de ellas tenían conflictos de intereses en su financiación30. Al analizar los datos, estas revisiones tenían cinco veces más probabilidades de presentar una relación no concluyente entre bebidas azucaradas y sobrepeso que aquellas que no presentaban conflicto de intereses. Por el contrario, más del 80% de las revisiones no financiadas por la industria concluyeron que sí existe esa relación.
No es fácil determinar el grado de influencia que puedan tener según qué tipo de conflicto de intereses en los resultados de un estudio o revisión. No necesariamente tienen que condicionarlos de forma parcial o total, pero indudablemente su presencia añade un factor más de incertidumbre. En ocasiones pueden ser fácilmente detectados o disponemos de trabajos que los desenmascaran, como el estudio al que acabamos de referirnos. Pero en muchas otras ocasiones es más difícil, los datos son contradictorios o no somos capaces de detectar de forma clara su influencia. Como ejemplo, podemos fijarnos en la controversia actual sobre el posible efecto de la fructosa consumida a altas dosis sobre la patogenia del hígado graso no alcohólico. No hay consenso sobre hasta qué punto puede producirse este efecto en la dieta humana habitual, sobre si la fructosa tiene un efecto independiente y específico diferente al que podemos achacar al azúcar en general31,32. Tampoco sobre si su acción es directa o más bien indirecta a través de la capacidad que tienen sobre todo las bebidas azucaradas, que contienen fructosa, para promover la obesidad, que en sí misma es un factor de riesgo para el hígado graso33. La demostración de un posible efecto directo sería una razón añadida para limitar aún más si cabe el consumo de azúcar añadido. Si localizamos la escasa evidencia que existe al respecto, nos encontramos con dos revisiones con sus respectivos metaanálisis. El primer trabajo34 corresponde a un grupo canadiense que concluye que no hay datos que apoyen la existencia de ese efecto directo y que se debe más bien al exceso de energía que a la fructosa en sí misma. Autores de este mismo grupo, uno de los más activos en lo que a investigación en nutrición se refiere, han publicado otros muchos trabajos en general en la línea de relativizar el impacto del azúcar en el origen y patogenia de diversas patologías. Si nos fijamos en los conflictos de intereses que declaran, observaremos vínculos con empresas como Coca-Cola, Pepsi o Kellogg. ¿Esto invalida sus conclusiones? Al menos introduce algo de incertidumbre. La segunda revisión35, de un grupo de Boston, llega a conclusiones similares en cuanto a la relación directa entre fructosa e hígado graso. Pero en este caso los autores no declaran conflictos de intereses. ¿Qué conclusión sacaríamos? Realmente, no es fácil.
Las limitaciones que tiene la investigación en el campo de la alimentación dan lugar en ocasiones a recomendaciones cambiantes o controvertidas, que pueden confundir a los profesionales sanitarios y la población en general. No es fácil para las autoridades públicas, e incluso para los expertos, analizar la evidencia disponible, separar el grano de la paja, eliminando los posibles sesgos, y plasmarla en recomendaciones concretas. Desde el convencimiento de que cualquier intervención en salud debe partir de la mejor evidencia disponible en cada momento, las recomendaciones nutricionales deben establecerse con la mayor prudencia y rigor posibles. Sería conveniente también que su publicación fuera siempre acompañada de una referencia al grado de evidencia en el que se basan. De esa manera podrá mantenerse la confianza en las recomendaciones y evitar la tentación de buscar respuestas fuera del ámbito científico. Con todas las dificultades que pueda haber, siempre será preferible una evidencia limitada que la ausencia de ella.
El autor declara no presentar conflictos de intereses en relación con la preparación y publicación de este artículo.
ECA: ensayos clínicos controlados y aleatorizados · ESPGHAN: Sociedad Europea de Gastroenterología y Nutrición Pediátricas · NIDR: Instituto Nacional de Investigación Dental.
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