Vol. 26 - Num. 104
Editorial
aSección de Innovación y Organización. Servicio Navarro de Salud-Osasunbidea. Navarra. España.
Correspondencia: LC Saiz. Correo electrónico: lsaizfer@navarra.es
Cómo citar este artículo: Saiz Fernández LC. Conflicto de intereses: más vale prevenir que declarar . Rev Pediatr Aten Primaria. 2024;26:347-50. https://doi.org/10.60147/c379a104
Publicado en Internet: 15-11-2024 - Número de visitas: 1466
Si se animan a teclear en Google la frase “No hay ninguna evidencia científica de que nuestros productos causen problemas”1, entrecomillada y clicando en la pestaña Imágenes, darán con un magnífico resumen gráfico de lo que supone estar influido por un conflicto de intereses. Lo firma el reconocido dibujante El Roto y, como de costumbre, su lucidez da en el clavo. Los padres no podemos, por definición, ser objetivos al hablar de nuestros hijos. A las empresas, que no tienen hijos pero sí productos, les ocurre lo mismo.
Pero comencemos por el principio valorando, entre las múltiples posibilidades, una definición concreta como punto de partida. El concepto clásico, establecido por el Institute of Medicine hace 15 años, en mi opinión no ha perdido su vigor y capacidad explicativa2. De esta forma, el conflicto de intereses sería un conjunto de circunstancias que comprometen el juicio profesional en relación con un interés primario, al verse indebidamente influido por un interés secundario.
Esta definición hace que nos preguntemos por el interés primario que debe regir nuestra actividad y nos invita a considerar la potencial interacción con otros intereses. Por lo general, quienes pertenecemos al sistema sanitario público no solemos tener dudas al señalar el corazón de nuestra misión. El Hospital Universitario de Navarra, por ejemplo, lo expresa con claridad en su web, comprometiéndose a “proporcionar servicios de calidad de forma sostenible que satisfagan las necesidades sanitarias de nuestra población de referencia”3.
Evitar los intereses secundarios no garantiza un juicio clínico siempre óptimo, pero sí anula una de las principales fuentes de sesgo. Desde luego, el conflicto de intereses no se ajusta bien a una dicotomía de blanco y negro, admitiendo una amplia gama de grises. No obstante, resulta llamativa la inmunidad que percibimos cuando valoramos la influencia de otros intereses en nuestra propia práctica, a diferencia de la claridad con que sospechamos esa influencia en las prácticas ajenas4.
En este punto, conviene atender a la mejor evidencia científica para confirmar la verdadera trascendencia de presentar conflictos de intereses. A este respecto, contamos con varias revisiones sistemáticas Cochrane que cuantifican dicho riesgo, concluyendo todas ellas en la misma dirección. Los estudios financiados por la industria farmacéutica tienen más probabilidad de encontrar resultados favorables al producto evaluado5 y los conflictos de intereses financieros se asocian a recomendaciones favorables a los fármacos evaluados en guías clínicas, informes consultivos, artículos de opinión y revisiones, tanto narrativas como sistemáticas6,7.
Por otro lado, el dinero invertido por los fabricantes en promover sus productos no solo alcanza a la investigación científica, configurando un cuerpo de evidencia sesgado, sino que permea al conjunto del ecosistema sanitario8, al llenar el vacío formativo que no asumen las administraciones públicas.
Esta externalización de una responsabilidad ineludible, junto a otras medidas de bienvenida a la financiación privada, a menudo responde a una visión cortoplacista de la eficiencia, donde el ahorro de hoy no compensa el sobrecoste que la sociedad termina pagando mañana. Para ilustrar esta idea baste recordar que el 89% del presupuesto de la Agencia Europea del Medicamento, máxima autoridad regulatoria de nuestro entorno, proviene directamente de la industria farmacéutica9: el inspeccionado financia al inspector. La principal consecuencia de este modelo es una perversión inevitable, la cual no permite a profesionales e instituciones concentrarse por entero en lo que previamente la sociedad había consensuado como interés primario.
Por otro lado, recientemente se ha llamado la atención acerca de la existencia de conflictos de intereses no financieros, más allá de los aspectos económicos habitualmente destacados. En este concepto se agrupan situaciones muy heterogéneas, que abarcan desde el alto funcionario cuya pareja ostenta un cargo relevante en una empresa de vacunas hasta el médico que percibe regalías tras publicar un libro en su área de competencia, pasando por el investigador que defiende unas determinadas convicciones políticas, religiosas o personales.
Conviene analizar caso por caso este tipo de intereses, diferenciando los que probablemente presentan un conflicto con el interés primario de aquellos no relevantes10. Citemos un ejemplo. En ocasiones, desde instancias con conflictos financieros se ha reprochado a profesionales independientes que pueden incurrir en conflictos de tipo intelectual. Ahora bien, la defensa de una idea no es una característica particular de quien carece de vínculos económicos con la industria farmacéutica. No negaremos que puedan existir intereses distorsionadores fuera del ámbito económico, también dentro de la propia administración pública, pero lo que no deberíamos perder de vista es que, hasta la fecha, en los conflictos financieros se ha demostrado y cuantificado el efecto del sesgo con una certeza de evidencia sólida.
Lo cierto es que el abordaje serio de los conflictos de intereses ha suscitado frecuentes reacciones escépticas, e incluso abiertamente beligerantes, por parte de distintos actores del mundo sanitario. La presencia de conflictos se justifica como un mal menor (“el beneficio es tangible y el riesgo insignificante”; “el ahorro conseguido será inmediato”; “el docente tiene mucho prestigio”; “una pequeña transferencia de valor no supone un problema”; “no hay profesionales sin conflictos de intereses”); en otras, como una condición que nos afecta a todos (“los conflictos de intereses no son únicamente de tipo económico”); y en otras, como una situación que deberíamos normalizar (“rechazar los conflictos de intereses es una forma de extremismo, pertenecen a una ética de máximos”; “no es posible ser un profesional excelente sin incurrir en conflictos de intereses”).
Ante esta situación, se vuelve irremediable responder con honestidad a la pregunta por lo exigible: ¿qué debemos hacer?; por lo volitivo: ¿qué queremos hacer?; y, finalmente, por lo factible: ¿qué podemos hacer? A este respecto, otro resignado personaje de El Roto opta por la respuesta pragmática y concluye que no tenemos margen de acción: “Llovía dinero y no tenía paraguas, así que no pude evitar calarme”11. La cuestión por dilucidar es si la lluvia interfiere de forma significativa con aquel interés primario que deseábamos promover. Si la respuesta fuera positiva, y parece serlo a la vista de la evidencia científica, quizá la única salida coherente sea… usar paraguas.
En los últimos años se ha puesto un gran énfasis en que las transferencias de valor que fluyen desde la industria farmacéutica a profesionales y organizaciones sean transparentes. Es justo decir que, en este camino, se ha avanzado de forma significativa. Sin embargo, en términos de su contribución a la reducción de los conflictos de intereses en el ámbito sanitario, esta estrategia se ha mostrado claramente insuficiente. Por ello, son crecientes las voces (NoGracias12, The BMJ13) de quienes reclaman dar el paso definitivo y apostar por prevenir el conflicto, en vez de declararlo.
La renuncia a la financiación procedente de actores sanitarios que, por definición, no dudan en supeditar nuestro interés primario a lo que sea bueno para su accionariado precisa de nuestra imaginación y valentía, así como de una inversión proporcionada e inteligente por parte de las administraciones públicas. El reto es grande, pero en modo alguno condenado al fracaso. Muestra de ello es que, a nivel institucional, se van sumando sociedades científicas españolas (AEN14, Osatzen15) y publicaciones de evaluación de medicamentos (BIT Navarra16, iNFAC17, BTA18, Bolcan19), que optan por la independencia como vía imprescindible para mantener la credibilidad.
Hemos caído en la cuenta de que hoy puede ser un gran día para (re)identificar nuestra misión y contrastar la pertinencia de prácticas consolidadas no desprovistas de sesgos. También hemos descubierto que el conflicto de interés financiero distorsiona la evidencia científica, que declararlo no evita sus consecuencias y que otros aspectos adicionales necesitan igualmente ser valorados. Finalmente, hemos percibido que las instituciones e investigadores públicos precisamos inversión adecuada para atender el encargo que nos hace la sociedad. El juicio riguroso e independiente resulta esencial en un mundo azotado por la desconfianza, donde la desinformación es percibida, con razón, como un problema acuciante. Por ello, avanzar en un ecosistema sanitario libre de conflictos de intereses se antoja una decisión innegociable, al menos si queremos seguir siendo agentes sanitarios respetados por nuestros conciudadanos y cuidarles como se merecen.
El autor declara no presentar conflictos de intereses en relación con la preparación y publicación de este artículo.
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