Vol. 24 - Num. 95
Editorial
aNeuropediatra. Sección de Neuropediatría. Servicio de Neurología. Xarxa Sanitària i Social de Santa Tecla. Tarragona. España.
Correspondencia: MJ Mas. Correo electrónico: mjmas@xarxatecla.cat
Cómo citar este artículo: Mas Salguero MJ. ¿Neurodiversidad o trastorno del neurodesarrollo? Rev Pediatr Aten Primaria. 2022;24:235-9.
Publicado en Internet: 17-10-2022 - Número de visitas: 14212
En 1998, Judy Singer, socióloga y autista australiana, propuso el término “neurodiversidad” para defender la idea de que autista era una categoría identitaria similar a clase, género o raza. Defiende Singer que:
"Neurodiversidad no es un término científico. […] nunca tuvo la intención de serlo. Simplemente nombra un hecho indiscutible sobre nuestro planeta, que no hay dos mentes humanas exactamente iguales, y sirve para nombrar un paradigma para el cambio social".
La expresión “neurodiversidad” tiene su origen en el activismo social y, siguiendo esta premisa, Singer ha actualizado1 recientemente su significado para ampliarlo de término identitario a conservacionista. En aras de proteger la diversidad dice que “la neurodiversidad es un subconjunto de la biodiversidad, un término que se usa principalmente con el propósito de abogar por la conservación de las especies” (Tabla 1).
Tabla 1. Glosario de términos usados |
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Con este argumentario político surge el “movimiento de la neurodiversidad” para que se reconozca que las personas autistas y, por extensión, todas cuya conducta se aleja de los límites sociales normativos forman parte de la variación biológica normal, y rechaza la idea de que exista un proceso cognitivo correcto.
Si aceptamos esta premisa surge inmediatamente la duda de si debemos considerar los trastornos del neurodesarrollo (TND) como enfermedades o trastornos mentales2. En especial cuando los rasgos cognitivos o conductuales de la persona, autista o con trastorno por déficit de atención e hiperactividad (TDAH) o cualquier otro, lejos de ser incapacitantes, pueden resultar una ventaja en muchos contextos3. Pero tampoco podemos negar que en un extremo de este espectro normativo hay personas que sí tienen una clara desventaja, porque su conducta adaptativa –motora, cognitiva o social– no puede ser autónoma y necesita apoyo en los ámbitos sanitario, educativo, laboral o social.
Como a cualquier profesional dedicado al neurodesarrollo, me llama mucho la atención el aumento de diagnósticos de TND, sobre todo el autismo4 y, en menor medida, el trastorno por déficit de atención hiperactividad (TDAH), en los últimos veinticinco años, para el que no tengo una explicación clara. También me doy cuenta de que mi perspectiva sobre los TND ha cambiado desde el inicio de mi ejercicio profesional, no solo porque hemos avanzado mucho, aunque insuficientemente, en su conocimiento, sino también porque he aprendido a escuchar a las familias y a las personas con TND, lo que me da un mejor entendimiento de sus puntos de vista y estilos de pensamiento. Creo que la visión que se nos ofrece desde el movimiento de la neurodiversidad puede arrojar alguna luz5.
El hábitat natural del médico es la incertidumbre y la clínica nuestro único medio para afrontarla con acierto. En la clínica reside la esencia de nuestra profesión. Es el método científico que sella el pacto de confianza con nuestros pacientes y el procedimiento para el alivio de su enfermedad.
La medicina actual es abundante en datos objetivos conseguidos a través de múltiples pruebas. Lo positivo es que aumentan la precisión de nuestras observaciones. Lo negativo, que pueden llegar a enmascarar al propio paciente y hacernos olvidar que el reto sigue siendo el mismo que para Alcmeón de Crotona6 o Hipócrates de Cos: inclinarnos en la cabecera del enfermo (kliné) para interpretar todos esos hallazgos a través de la historia de cada persona con el fin de aliviar su malestar7.
Esta tarea clínica es aún más difícil para el médico pediatra. Por un lado, su interlocutor en la anamnesis es en realidad un intermediario de su paciente. Por otro, cuanto menor es la edad del niño más inespecíficos son sus síntomas y signos que, además, cambian en cada etapa vital, aunque la enfermedad subyacente sea la misma.
Y es en la valoración del neurodesarrollo cuando los pediatras nos encontramos en el peor aprieto, pues para detectar si hay dificultades solo contamos con la comparación entre iguales etarios en un momento vital de enorme variabilidad normativa8; para confirmar un diagnóstico, con una lista de síntomas o criterios que, aunque están consensuados9, su valoración se ve comprometida por la inevitable subjetividad del observador; y la causa casi siempre se nos escapa o, una vez más, es incierto atribuirla a ese hallazgo en tal o cual prueba10. Sí, esta escasez de marcadores biológicos fiables es probablemente el factor de mayor confusión en el diagnóstico de los trastornos del neurodesarrollo porque favorece la negación de su existencia, la especulación sobre sus causas y, por desgracia, abordajes inapropiados y peligrosos. Contribuye, asimismo, a este embrollo el hecho de que todos los trastornos del neurodesarrollo evolucionan de forma favorable, en mayor o menor medida, según el grado de capacidad adaptativa (plástica) que conserve el sistema nervioso, pues adaptarse para sobrevivir es el fin último de su función y lo hace siempre, a cualquier edad, con todas las habilidades que tiene a su disposición en cada momento.
También es la adaptación al entorno la que hace avanzar el neurodesarrollo, tanto si es fluido y normativo como si no. Las experiencias que ofrece el medio influyen en la expresión de los genes que participan en la formación de las redes neuronales. Así, mientras que el programa genético que marca la secuencia del neurodesarrollo es el mismo para todos los individuos –grosso modo, primero se completa la autonomía motora, luego la capacidad lingüística y de aprendizaje; y, por fin, las habilidades sociales–, el ambiente en que sucede modula la forma específica y personal en que se manifiestan cada una de estas habilidades adaptativas, motoras, cognitivas y conductuales11. Entonces, todos somos individuos únicos e irrepetibles, todos somos diversos y particulares, pues no habrá dos sistemas nerviosos con idéntico entramado neuronal ni, por tanto, coincidentes en su conducta adaptativa.
Esta (neuro)diversidad es un atributo de una población dada, formada por individuos de la misma edad y cultura, y sigue una distribución normal. No se refiere a las cualidades particulares del sistema nervioso de cada persona12, que son constitutivas del individuo y, aunque relativamente modelables por las experiencias, se mantienen constantes a lo largo de la vida. Ya hemos dicho que la función del sistema nervioso es adaptarse para aprender a sobrevivir, pero la capacidad adaptativa (plástica) disminuye con la edad y también con la enfermedad.
En efecto, estas divergencias se acentúan cuando el binomio genética-ambiente sufre algún desequilibrio, de una o ambas partes, que modifica la anatomía y funcionalidad encefálicas y se manifiesta por una conducta adaptativa más o menos distante de la media poblacional. Cuanto más se alejen las estrategias adaptativas de las de la mayoría, menos (neuro)típicas y más (neuro)divergentes serán. Si bien todas están incluidas en el concepto de neurodiversidad, cada una en particular servirá a la persona para desenvolverse con la mayor eficiencia posible según sus posibilidades13.
Esta estructura encefálica modificada respecto a la típica es, igual que todas, constitutiva de la persona, parte de su naturaleza y condición; y, en este sentido, no debería considerarse una enfermedad en sí misma. Sin embargo, cuando la distancia de la norma supone un obstáculo y un trastorno para el desempeño cotidiano puede dar lugar a situaciones que sí causan enfermedad.
Los cambios en las redes neuronales que subyacen a la pérdida de movilidad, a la ausencia de lenguaje, a dificultades en el comportamiento, al insomnio, la anorexia, etc. generan alteraciones orgánicas, cognitivas, emocionales y, por descontado, epilepsia14. Su tratamiento es ineludible y, además, conlleva la atención a la condición divergente de la persona para modificar su entorno con el fin de poner sus objetivos al alcance de sus posibilidades y minimizar estas complicaciones. Esto es especialmente cierto en la infancia. Mientras la génesis de redes neuronales es continua, podemos influir y facilitar su construcción rebajando las exigencias del entorno a las capacidades concretas del niño para que avance con menos estrés en el aprendizaje de nuevas habilidades15. Cuanto más temprana es la intervención, mayor es la oportunidad de influencia en la generación de las conexiones nuevas. Y, ni más ni menos, esto es lo que significa atención temprana, detectar precozmente la divergencia para adecuar el entorno a las características del niño con el fin de minimizar los trastornos que sus dificultades adaptativas pueden ocasionarle. Cuando la configuración del sistema nervioso llega a su fin se cierra esta ventana de oportunidad y será más difícil que las experiencias del entorno actúen sobre su capacidad plástica (adaptativa).
Cada individuo tiene una configuración única de su sistema nervioso que no siempre puede precisarse a través de estudios de neuroimagen, de neurofisiología o de laboratorio. La conducta motora, cognitiva y social es el efecto observable de la actividad del entramado neuronal; y su variabilidad, el reflejo de la enorme y rica diversidad humana.
Esta variabilidad de la conducta humana (motora, cognitiva y social) sigue una distribución normal que denominamos neurodiversidad.
La dificultad está en establecer en qué punto de la distancia a la media de esa distribución normal surge el trastorno que causa enfermedad2. Como médicos, sería injusto aceptar que los límites determinados por las normas sociales sean los que definan la condición de trastorno (ya nos sucedió en el pasado con la diversidad en la conducta sexual humana). También sería injusto dejar atrás a todos los que sufren a causa de sus diferencias y piden nuestra ayuda y consejo.
Cuanto más alejada se muestra la conducta de una persona de la de la mayoría, más difícil le resulta enfrentarse a un entorno que no tenga en cuenta su individualidad, por lo que es más vulnerable y propensa a enfermar.
Por eso, el entorno debe adaptarse a la persona, en especial cuando está en desarrollo su sistema nervioso, para facilitarle el avance en sus aprendizajes y evitar al máximo la aparición de un trastorno.
La discusión social sobre cómo debemos nombrar a las personas y sus características es muy interesante y, como ciudadanos, nos incumbe a todos. Sin embargo, igual que no es pertinente que la abundancia de datos médicos nos quite tiempo para atender a la persona en su totalidad, tampoco las discusiones bizantinas favorecen el avance del conocimiento médico y científico que permita mejorar los tratamientos y la atención de quien lo necesita. Todo tiene una justa medida16.
A mi parecer, la mejor actitud del médico pediatra ante los problemas que plantea la neurodiversidad es aplicar el método clínico para combatir la incertidumbre. Escuchar cuando el paciente o su familia expresa sufrimiento, objetivar sus dificultades y a ser posible su etiología, y ofrecer soluciones adaptadas a sus particularidades físicas, emocionales o sociales, teniendo siempre en cuenta su personal proyecto vital17 y, sobre todo, recordar que el modo en que el neurodesarrollo sucede en la infancia repercute en el del resto de la vida.
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