Vol. 23 - Num. 91
Leído. Libros, revistas e Internet
Enfrentamos hoy en día grandes desigualdades en el acceso a las vacunas para la COVID-19. EE. UU. y Europa han acumulado más del doble de las vacunas necesarias para cubrir sus necesidades mientras los países de baja renta no tienen para sus sanitarios y personas de riesgo.
Más de 100 países han pedido el levantamiento de los derechos de propiedad intelectual (generalmente ejemplificados por las patentes). El monopolio que los estados crean mediante las patentes permite que el titular de estas pueda elevar los precios tanto como el comprador pueda aguantar. Los sistemas sanitarios generalmente están dispuestos a pagar precios mucho más elevados que los que establecería un sistema con competidores. Y las vacunas están en manos de unos pocos fabricantes.
Hay que explicar que las patentes no son la única barrera para la creación y expansión de la capacidad de producción. Son necesarias las patentes, la materia prima y la transferencia del conocimiento y la tecnología para fabricarlas. Aunque no exista patente, la falta de acceso a los conocimientos generados, los secretos comerciales o los diseños industriales impiden la replicación de procesos de fabricación sin el consentimiento del titular*.
La realidad de esta pandemia es que desde enero de 2021 se han invertido 5600 millones de dólares de fuentes públicas y filantrópicas a empresas privadas, organizaciones gubernamentales y de investigación. Los 3 mayores patrocinadores fueron EE. UU., Alemania y Coalition for Epidemic Preparedness Innovations (CEPI). La mayoría de los fondos fue a entidades de sus propios países. No fueron coordinadas y pocas de las inversiones parecen haber tenido condiciones para asegurar el acceso global.
Los Gobiernos deben impulsar y diversificar la capacidad de producción de vacunas en América Latina, África y Asia, transfiriendo conocimientos y asegurando que no hay patentes.
Se precisa un “tratado pandémico” internacional para los patógenos con potencial pandémico en el que los Gobiernos se comprometan legalmente a aumentar la inversión pública en investigación y desarrollo tecnológico a los centros productores pero condicionada a la transparencia en los contratos, a la desaparición de patentes y al intercambio abierto de datos.
A cambio, si los contribuyentes soportan la mayor parte de riesgos y costos, la industria farmacéutica debería fijar los precios de sus productos y compartir abiertamente los conocimientos, datos y tecnología que han sido subvencionados.
Y esto debería de ser de forma unida, como el proyecto COVID-19 Vaccines Global Access (COVAX) y CEPI que reúnen a Gobiernos, organizaciones mundiales de salud, fabricantes, científicos, sector privado, sociedad civil y filantropía, con el objetivo de brindar acceso innovador y equitativo a los diagnósticos, tratamientos y vacunas contra la COVID-19. Idealmente todos los Gobiernos se comprometerían a consumir solo su parte justa y permitir la exportación de vacunas producidas en sus jurisdicciones.
Lamentablemente se precisa evaluar en qué ha fallado esta iniciativa en el caso de la COVID-19. Tal vez fuera “no políticamente creíble” y resultara más fácil la obligación de compartir conocimientos y tecnología globalmente (aunque no se compartan muestras) de forma que se produzcan vacunas en todas las regiones.
En 2013 los Gobiernos rechazaron un tratado de la OMS que establecía un fondo público internacional para I+D de medicamentos.
No perdamos ahora la oportunidad de unas leyes internacionales que eviten la repetición de la catástrofe ética, epidemiológica y económica que se está desarrollando hoy.
* Por ejemplo, Moderna en 2020 comunicó que no ejercería el derecho de exclusividad sobre sus patentes, permitiendo teóricamente que cualquier fabricante capacitado pudiera fabricar su vacuna, pero:
Maite de Aranzabal Agudo
Grupo de Cooperación Internacional, Inmigración y Adopción de AEPap
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