Vol. 22 - Num. 86
Editorial
aSección de Gastroenterología, Hepatología y Nutrición Pediátrica. Servicio de Pediatría. Hospital Universitario 12 de Octubre. Madrid. España.
Correspondencia: I Carabaño. Correo electrónico: carabano1975@hotmail.com
Cómo citar este artículo: Carabaño Aguado I. Mover la ficha. Rev Pediatr Aten Primaria. 2020;22:123-4.
Publicado en Internet: 05-06-2020 - Número de visitas: 8083
Tiene razón la periodista Lara López cuando afirma que “de vez en cuando, Muñoz Molina se vuelve necesario”. El jienense firmó, poco después de la crisis económica de 2008, un libro titulado Todo lo que era sólido1. Aquel libro hacía un inventario lúcido de la España del capitalismo de ficción, en la cual, en cualquier ciudad, por pequeña que pareciese, podía construirse un aeropuerto; podía actuar Prince en unas fiestas populares o levantarse un museo de dimensiones descomunales, bajo la firma de un arquitecto de renombre, en medio de una llanura frecuentada solo por el viento y las rapaces. De repente, nos despertamos del sueño, y nos dio una bofetada la realidad: todo aquello que nos fascinaba eran castillos en el aire, naipes amontonados que se creían la Torre Eiffel. Donde parecía esconderse una fortuna, resulta que solo había toneladas de deudas, montañas de escombros y miseria moral.
Pudimos superar aquella crisis, a duras penas, y (ahora lo podemos decir) sin la debida mirada a largo plazo. La diversificación del acento político, pese a la inevitable bipolaridad, supuso la creación de mecanismos de control de la corrupción. Fue este único logro, desamparado él en una soledad magnífica, el único consuelo.
Hemos seguido empeñados en la inmediatez. La crisis del ladrillo no derivó en la aparición de un tejido industrial que aprovechase nuestros recursos. En la cultura de la oferta perpetua, las grandes fortunas siguieron buscando el máximo beneficio, deslocalizando sus producciones en ámbitos no europeos. No se invirtió en educación, no se invirtió en I+D+I. Pero seguimos (eso sí) brillando como destino turístico de sol, de playa, de montaña, de pueblos encalados, de pueblos con río, de pueblos donde disfrutar del silencio. Donde vivir la nada. La oronda nada. La inmensa nada. Pueblos-reliquia, semiabandonados, que nos gusta ver de paso, sin más. Porque lo nuestro es la ráfaga.
Como ráfagas pasaron, en el ínterin, y sin solución de continuidad, tantas amenazas, tantos conatos de alerta sanitaria, que el susto incesante acabó por desensibilizarnos: la gripe aviar, la gripe A, el SARS, el MERS, el zika, el chikunguña, el ébola y muchos más que ahora no recuerdo. Toda una cadena de sobresaltos y amenazas que no se acababan de concretar y que, en su interminable sucesión, nos parecieron una especie de camelo. Aun así, veíamos a los preventivistas muy preocupados, tensos, temerosos, en actitud de alerta. Y es que ¡cuánto hemos trivializado a estos especialistas! ¡Qué razón tenían cuando el corazón se les aceleraba al ver primeros casos de zoonosis en lugares recónditos! ¿En cualquier momento tocarían la puerta de nuestro país? ¿Sí? Muchos de nosotros, yo el primero, seguíamos a lo nuestro: más pendientes de diseminar el meme que de viralizar las instrucciones de cómo poner y quitarse correctamente el EPI.
Y de pronto irrumpió la pandemia del SARS-CoV-2. El resultado, ya lo saben: cientos de miles de muertos. Cientos de miles de pacientes en las unidades de cuidados intensivos del mundo. Un sufrimiento denso, de consistencia gel, anegó el planeta. Lo digo en pasado, pero sigue creciendo, igual que las pérdidas económicas, actualmente incalculables. Millones de puestos de trabajo tirados a la basura. La multitud de las familias rotas, en medio de la noche, esparcen un silencio triste y majestuoso. ¿Por qué no lo supimos ver? ¿Por qué no supimos dar la voz de alarma? ¿Por qué no se pudo hacer acopio de material de protección, de mascarillas, de test, de ventiladores, de intensivistas, de personal de enfermería, de psicólogos? El caso es que, igual que nuestros pequeños pacientes encuentran consuelo en sus padres, los ciudadanos buscamos a nuestros referentes, pero encontramos flaco consuelo en ellos. La clase política, al menos la que trasciende, se dedica al juego de la descalificación mutua. Se llaman entre ellos “hijo de terrorista”, “marquesa”, “traidor”, “payaso”, “iluminado”, “golpista” y un interminable etcétera que me cuesta repetir por vergüenza ajena. En ese etcétera cabe todo un lodazal que hace que paguen justos por pecadores, pues seguro que hay políticos comprometidos y éticamente intachables.
Mientras tanto, la crisis de salud pública ha conseguido abrir un socavón en nuestro sistema sanitario, que era presumiblemente sólido. Pero, al igual que el cristal, puede estallar en mil pedazos si cae el granizo suficiente. En situaciones límite, se muestra frágil, débil, se hace añicos. Al escribir estas líneas, se me ha vuelto a aparecer Muñoz Molina, a quien tengo una admiración guadianesca. Del de Úbeda son estas palabras: “Esto no es una guerra, pero pensaba en dos guerras, la de 1914 y la de 1945. De la de 1914-1918 se salió con el nacionalismo, aislamiento, hostilidad mutua y eso llevó a otra guerra. Mientras que de la de 1945 se salió con estado de bienestar. Hay que elegir cómo se sale de esto, pues determinará el futuro de nuestros hijos”2.
A ustedes, como a mí, nos une un empeño. Los pediatras somos los médicos del porvenir. Tenemos una ventaja sobre otros especialistas, y es que miramos con un ojo al hoy y, con el otro, al mañana. Un niño que no se vacuna tendrá un mañana amenazado. Un niño que no se alimenta correctamente será un adolescente obeso, será un adulto propenso a las enfermedades cardiovasculares, será un anciano precoz de esperanza de vida limitada. De igual manera, un sistema sanitario que no tiene claridad de ideas, cuya raíz se muestra endeble, está abocado al fracaso. Por eso se me antoja tan importante potenciar la Atención Primaria de salud, robustecer el andamiaje de la Salud Pública, hacer acopio de recursos materiales y personales en estas dos celdillas clave de la gran colmena de la salud. Y junto a ellas, en línea con ellas, conseguir que la atención pediátrica no sea esa “hermana austera” del sistema sanitario: la que menos gasta, la que no se queja, la que presuntamente hace poco, la más prescindible. Es tiempo de sostener la mirada. Es tiempo de alzar la cabeza. Porque la vida nos ha dado un toque de atención muy serio, y ha llegado el tiempo de mover la ficha.
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