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Vol. 21 - Num. 81

Colaboraciones especiales

Educación para un apego seguro: aproximación para pediatras

Olga Barroso Braojosa

aPsicóloga y formadora en violencia de género, maltrato infantil, trauma y apego.

Correspondencia: O Barroso. Correo electrónico: olgabb79@gmail.com

Cómo citar este artículo: Barroso Braojos O. Educación para un apego seguro: aproximación para pediatras. Rev Pediatr Aten Primaria. 2019;21:e25-e30.

Publicado en Internet: 28-03-2019 - Número de visitas: 10161

Resumen

La teoría del apego formulada originariamente por John Bowlby en la década de los cincuenta ha permitido profundizar en el conocimiento del vínculo de los padres con el bebé, así como mostrar que este vínculo es esencial para que los niños se desarrollen sanamente. La calidad de este vínculo de apego con las personas que cuidan al niño influirá en el desarrollo de sus capacidades mentales. Los pediatras tienen un papel privilegiado para mostrar a padres y madres la manera adecuada de atender tanto las necesidades psicológicas como físicas del bebé y de los niños.

Palabras clave

Apego Capacidades mentales Desarrollo Necesidades psicológicas Neurobiología

Una de las principales características de la especie humana es que nuestros bebés, nuestras crías, nacen profundamente inmaduras, en contraste con el resto de las especies, cuyas crías nacen con un nivel de desarrollo de sus capacidades mucho más semejante al de los individuos adultos. El cerebro de un recién nacido tiene todas las neuronas de las que dispondrá el resto de la vida, pero estas están aún apenas conectadas entre sí. Durante el desarrollo se tendrán que crear las conexiones entre ellas, para lo que es absolutamente imprescindible la estimulación de las personas que cuidan al bebé, habitualmente padre y madre, necesarias para construir las vías neuronales de las que, posteriormente, emergen las capacidades emocionales y cognitivas de un cerebro adulto. Los recién nacidos solo ven bien aquello que está a 20-30 centímetros de ellos, no regulan adecuadamente su temperatura, no pueden alimentarse por sí mismos, no pueden protegerse de los peligros, no pueden andar hasta el primer año de vida y no controlan los esfínteres ni hablan hasta el segundo. Nuestros niños no empezarán a pensar como un adulto hasta el final de la adolescencia media, aproximadamente 16 o 17 años después de haber nacido.

Tras el nacimiento, todo el cuerpo de nuestros niños y niñas tiene que terminar de desarrollarse y madurar, sus huesos, músculos, sus órganos y, especialmente, tiene que terminar de construirse el director de todos estos componentes de la vida humana: el cerebro.

Esta inmadurez del cerebro humano podría parecer una señal de debilidad de nuestras crías, sin embargo, supone todo lo contrario, una gran ventaja evolutiva: poseer plasticidad. El hecho de nacer a medio configurar otorga al cerebro la posibilidad de terminar de construirse en función de lo que sea necesario para adaptarse al contexto en el que nazca. Por ejemplo, esta plasticidad hace que un bebé nacido en China, si es adoptado por una familia compuesta por una madre holandesa y un padre alemán, aprenda sin problemas sus dos idiomas, de ser estimulado desde los dos y ser hablado lo suficiente en ambos. Si naciéramos con el lenguaje ya instalado, con un idioma preestablecido, no podríamos aprender aquel que, finalmente, nos fuera necesario.

Esta enorme inmadurez que caracteriza a las crías humanas lleva a la siguiente característica distintiva de nuestros bebés, la dependencia.

Esta dependencia de los bebés es muy profunda y es, además, doble; a continuación lo explicamos.

DEPENDENCIA DE UN OTRO PARA MANTENERSE CON VIDA

Por un lado, dado que el bebé no puede mantenerse con vida por sí mismo, es profundamente dependiente de un otro que lo cuide y haga por él, todo lo que no puede hacer por sí mismo. Alimentarle, protegerle de los peligros, abrigarle, hidratarle, etc. Por tanto, los bebés dependen de otra persona que los proteja para seguir con vida; sin esa otra persona que los cuide y alimente morirían. Y, en consecuencia, los bebés necesitan sentir a esa otra persona disponible para cuidarlos para sentirse seguros.

DEPENDENCIA DE UN OTRO PARA QUE EL CEREBRO SIGA DESARROLLÁNDOSE Y SE CONSTRUYAN LAS ESTRUCTURAS CUYAS FUNCIONES CONFIGURAN LA MENTE HUMANA

Pero la dependencia de los bebés hacia un otro es aún mucho más compleja.

Como ya se ha expuesto, el cerebro humano dispone al nacer de todas las neuronas de las que se compondrá; a lo largo de la vida no se crean más neuronas. Para que las neuronas se conecten entre sí, para que se creen, por tanto, las estructuras neuronales de las que emergen las capacidades de la mente humana, es necesario un otro. Las neuronas no crecen y no se conectan entre sí si el bebé no es estimulado, tocado, hablado y mecido suave y afectuosamente. A partir de esta estimulación, las neuronas inician el proceso por el cual las dendritas y los axones crecen y se conectan con los de otras neuronas.

Por tanto, el bebé necesita la estimulación afectuosa de un otro para que su cerebro tenga las estructuras neuronales necesarias para posteriormente desarrollar las capacidades mentales. Sin esta estimulación, el cerebro humano no se terminaría de desarrollar, porque las neuronas no se conectarían y la persona no podría alcanzar las capacidades genuinamente humanas.

Esto hace que, como se viene exponiendo, la dependencia de los bebés hacia un otro sea máxima, para mantenerse con vida, para que su cerebro pueda construirse como un cerebro humano y, más adelante, para que se le acerquen los contenidos culturales y académicos que le permitan adaptarse adecuadamente a la sociedad.

Por tanto, los bebés necesitan para alcanzar un sano desarrollo ser alimentados, ser hidratados, ser protegidos, ser estimulados, etc. Estas necesidades son tan importantes y son tantas que lo que realmente necesita un bebé, para seguir con vida y desarrollarse bien, es tener a un otro sensible, afectuoso y capaz disponible para él (de la manera adecuada en cada momento evolutivo). Esto hace que la necesidad constitutiva del ser humano, la necesidad principal de los bebés y de los niños, desde la que se organizan todas las demás y que guía el desarrollo, es sentir que tienen a sus figuras de cuidado (normalmente padre y madre) disponibles y sensibles ante sus necesidades, que estos los quieren. Y para esto, para tener a las figuras de cuidado disponibles y sensibles ante las necesidades, es necesario tener construida con ellos una unión afectiva fuerte, significativa y estrecha (lo que llamamos el vínculo de apego). La necesidad más fuerte, por tanto, de un bebé es construir este vínculo de apego, es estar unido afectivamente a un adulto protector y que este esté unido a él, puesto que, de ser así, de existir esa unión afectiva sólida, el adulto estará por y para el bebé y el bebé tendrá todo lo que necesita. Puesto que cada vez que tenga una necesidad tendrá a un otro disponible que se dará cuenta, la satisfará y el bebé estará a salvo y con lo necesario para desarrollarse sanamente.

John Bowlby, uno de los padres de la teoría del apego, encontró en sus investigaciones en orfanatos, tras la Segunda Guerra Mundial, que niños sanos, que estaban bien nutridos, hidratados, preservados de la enfermedad, morían. Morían estando sanos. A la luz de las investigaciones en neurociencia, que han puesto de manifiesto esta dependencia del desarrollo del cerebro de la estimulación externa, como venimos explicando, podemos entender qué les pasaba a estos niños. El cerebro de estos niños percibía que, a pesar de estar cubiertas algunas de sus necesidades básicas, alimentación, higiene, descanso, no tenían la necesidad fundamental cubierta, la de una unión afectiva con un adulto protector y que este también estuviera unido a él. El no tener la necesidad principal cubierta generaba un profundo estrés, invisible en las evaluaciones de la época de estos niños y niñas. Si estos niños continuaban sin sentir que había un otro para él, sentían cada vez más miedo, más estrés y ansiedad, hasta que este nivel de sufrimiento terminaba por comprometer seriamente su vida.

Esta necesidad es tan fuerte que para cubrirla los bebés nacen con la tendencia al vínculo, es decir, nacen preprogramados para unirse afectivamente, para construir un vínculo de apego con sus figuras parentales o con las personas que, en el mundo del bebé, ocupen esa posición.

Y esta necesidad de estar unidos, de contar con una unión sólida con las figuras parentales, es tan fuerte que, de la misma manera en que si no bebemos experimentamos una profunda sensación de sed, que, de mantenerse, irá aumentando hacia estrés y ansiedad al estar ante una situación amenazante y que pone en peligro nuestra vida, ya que nos puede llevar a morir de sed, si el bebé siente que no tiene esa figura protectora disponible para él, preocupada por él, sentirá primero malestar y si se mantiene sentirá estrés, ansiedad y un profundo miedo al verse en peligro por no poder satisfacer sus necesidades para vivir y no contar con nadie que le cuide y haga por él lo que su inmadurez le impide hacer por sí mismo.

¿Cómo satisfacer la necesidad del bebé, durante el primer año de vida, de saber que hay un otro disponible para él, de que tiene ya una unión irrompible con al menos un adulto que es incondicional en su cuidado? ¿Cómo hacer sentir esto a un bebé de un año cuando, como dijimos al principio, no ve bien y nítido si no es a 20-30 cm, si aún no habla, si no tiene aún desarrollada plenamente su memoria, si no tiene la capacidad de representarse ideas, conceptos, cuestiones que no ve o siente? ¿Cómo satisfacer esta necesidad primaria y constitutiva del bebé, como hemos explicado, y hacer sentir seguro a un bebé durante su primer año de vida? Pues no queda otra que hacerle sentir que estamos ahí a través de la satisfacción de sus necesidades. Si hacemos esto durante el primer año de vida, inundaremos el cerebro de nuestros hijos de sensaciones de seguridad, tanto en las relaciones interpersonales como en sí mismos, desde las que se desarrollará su personalidad. Como estamos analizando, no hay otra manera de que los niños sientan que están seguros y, por tanto, para que su cerebro desarrolle conexiones neuronales que emanen seguridad en sí mismos y autoconfianza, que hacerles sentir esa disponibilidad e incondicionalidad desde el principio de la vida, y muy en especial durante este primer año de vida.

Creo que los pediatras tienen un papel privilegiado para mostrar esto a los padres y madres, para mostrarles que la necesidad fundamental de sus hijos no es (aunque también sea importante, claro está) que tengan todo tipo de juguetes estimulantes, que tengan el mejor colegio, las mejores fiestas de cumpleaños, que hagan actividades de todo tipo, etc., sino que sientan que ellos están a su lado, que están ahí, cerca, pendientes de ellos, de su bienestar y de sus necesidades (que no quiere decir hacerles todo, una necesidad muy importante de los niños a partir del año va a ser la autonomía y, actitudes como la sobreprotección, por ejemplo, van a impedir que esta necesidad se cubra y, por tanto, harán daño).

En torno al año y medio, los niños ya discriminan las distintas sensaciones físicas, hambre, sed, dolor, frío, calor, si estas han tenido una respuesta contingente y responsiva, de manera masiva, por parte de sus figuras de apego. El desarrollo emocional sigue adelante y van a ir apareciendo sensaciones emocionales más complejas, que son difíciles de entender en esta edad, del mismo modo que las sensaciones fisiológicas para los bebés fueron un caos indescifrable, hasta que sus padres las regularon. Aparece el deseo por jugar con un juguete concreto, el enfado porque otro niño se lo quita, falta de ganas de ir al cole, satisfacción porque consigue subir al tobogán, frustración por no poder, miedo porque una persona desconocida se les acerca o tristeza porque mamá se va una tarde a trabajar.

A los dieciocho meses de vida, los bebés entienden la mayor parte de lo que les decimos, pero no pueden más que emitir, aproximadamente, unas veinte palabras, sin conectar entre sí. No será hasta cumplir los dos años cuando puedan decir dos palabras conectadas, por ejemplo, “mamá, agua”. Por tanto, los bebés no cuentan con un lenguaje aún lo suficientemente elaborado para que estas nuevas emociones sean gestionadas a través de él. Además de no contar aún con la experiencia para conocer bien en qué consisten estos estados emocionales y menos aún para regularlos, puesto que acaban de aparecer en su vida. De nuevo, ante estos estados anímicos, los bebés son profundamente dependientes de sus figuras de apego para aprender a reconocer qué sienten, por qué y cómo manejarlo, de igual manera que sucedió en el primer año de vida con las sensaciones físicas. De nuevo, nos van a necesitar para manejar situaciones cotidianas a las que se enfrentan, para empezar a dotarles de herramientas para que ellos puedan gestionar lo que les sucede.

Como ya explicamos, las redes neuronales se crean de una determinada manera en función de cómo sea la estimulación de las figuras de apego. Y esto hace que, dependiendo de cómo nos relacionemos con el niño, se generen estructuras adecuadas o no para manejar sus emociones.

Una situación cotidiana que se puede observar desde el ámbito médico es cómo enfrentan los padres el desagrado o miedo del niño ante tener que ir al pediatra, por ejemplo, a vacunarse.

Una actuación inadecuada de los padres ante el miedo del niño a ir a ponerse la vacuna puede ser no decirle que van a ir al médico o, peor aún, mentirle diciéndole que van a ir al médico porque papá o mamá son quienes lo necesitan. Y cuando llegan allí pedirle al pediatra o a la enfermera que se lo digan al niño, deslizándose ellos de su responsabilidad.

Otra actuación inadecuada puede ser la de los padres que, ante el sufrimiento que supone el pinchazo de la vacuna, lo pasen ellos peor que el niño y se desmoronen o no den seguridad al niño ante una situación amenazante y difícil para él. Podrían complicarse más las cosas y llegar a decirle al niño: “no voy contigo como llores porque lo paso muy mal”, “no voy contigo porque no puedo con estas situaciones”, “si quieres que vaya contigo tienes que prometerme que no vas a llorar o si no va el abuelo contigo”.

Pueden parecernos reacciones exageradas, pero si nos encontramos ante estas situaciones, ¿cuál sería la actuación adecuada? Primero decirle al niño la situación que se va a producir, explicarle la realidad. “Cariño, mañana tenemos que ir al pediatra a ponerte la vacuna, sabes que es un pinchazo y va a doler un poco, pero se va a pasar pronto, duele, pero no mucho, y mamá va a estar a tu lado y luego nos iremos a distraer con algo divertido”.

Ante la expresión de malestar, de miedo o de desagrado del niño (normal, ¿quién quiere que nos claven una aguja entre las fibras musculares?), el adulto no se mostraría indiferente, no. Se mostraría sensible ante la emoción concreta del niño: “Cariño, tienes miedo por el pinchazo. No te apetece nada ir a esto, ¿verdad? Te entiendo, no es algo agradable”. Tras esta sensibilidad, el adulto competente en gestión emocional le ayudaría a su hijo a salir de esta intensa emoción negativa, haciéndole ver que es necesario y positivo. “Cariño, entiendo que no te apetezca o que te dé miedo y que por eso no quieras, pero las vacunas son muy importantes porque gracias a ellas nos hacemos fuertes ante las enfermedades, desarrollamos dentro de nuestro cuerpo lo necesario para estar protegidos de las enfermedades, y nos tenemos que vacunar, es así, porque lo necesitamos. Ahora vamos a hacer que sea más fácil, como te dije es un momentito de dolor y luego se pasa rápido, y mientras te pinchen te cogeré la otra mano, miraremos tu peluche favorito o cantaremos una canción, y después iremos a tomar un bollito que te apetezca y ya habrá pasado y no te acordarás del dolor que, como te digo, es un momentito muy corto”.

Los padres que, en general, dan esta estimulación a sus hijos o hijas ante las nuevas emociones que aparecen a partir del año y medio en adelante (tras ese primer año de satisfacción de sus necesidades) permiten con ella que se creen en el cerebro de sus hijos las estructuras neuronales de las que emergen estas capacidades:

  • Reconocer y enfrentar la realidad, sin tener que negarla, maquillarla o engañarnos ante ella.
  • Reconocer las emociones que nos aparecen ante esta realidad: “Mamá, tengo miedo por la vacuna”.
  • Normalizar estas emociones, expresarlas y desahogarnos en relación con ellas, para posteriormente apartarlas a la hora de tomar una decisión “aunque duela, vamos a ir, porque es bueno para ti vacunarte”.
  • Poder soportar estas emociones y regularlas. El primer mecanismo que tienen que desarrollar los niños y que pueden además poner en marcha para gestionar sus emociones es la distracción. Y generarán este mecanismo porque nosotros, como figuras de apego, les hemos estimulado en esta dirección y tras hacerles pasar por estas experiencias quedará en su cerebro una estructura neuronal con la que, posteriormente, ellos solos se puedan distraer ante una emoción negativa y no verse atrapados por ella. “Mientras te estén pinchando mamá te va a contar un cuento, o vamos a mirar juntos a tu peluche que te va a contar algo”. Los niños que han podido pasar por estas experiencias y desarrollar con ellas estos mecanismos de autorregulación emocional serán posteriormente, a los 3-4 años, autónomos (dentro de sus límites evolutivos) para manejar sus situaciones difíciles y dirán cosas grandiosas como estas: “Mamá, no me gusta el tiempo de después del comedor en el cole porque estoy cansado y la profe nos hace hacer una ficha, pero pienso que es un rato corto y que luego estás tú que me vienes a buscar y vamos al parque”. Esto refleja una autorregulación perfecta de este niño.

Los pediatras, profesión desde la que se enfrentan muchas situaciones en la que los niños tienen miedo, tienen angustia o tristeza, de nuevo creo que tienen una oportunidad fantástica para tanto explicar a los padres las actuaciones adecuadas, las consecuencias de las actuaciones inadecuadas (si mentimos a los niños conseguiremos que no confíen en nosotros, y si sienten que nosotros no somos de confianza no desarrollarán la seguridad personal tan necesaria para tener éxito en la vida, puesto que no se puede sentir seguridad en un entorno que no nos dice la verdad), como para modelar a los padres las actuaciones adecuadas ante las emociones de sus hijos. “Mira, es mejor que no le mientas, dile la verdad con tranquilidad y adaptada a su edad, por ejemplo, así como le he dicho yo que hoy lo que va a pasar es que le vamos a vacunar, que es un pinchazo cortito, que duele, pero muy cortito, para que se haga más fuerte”.

Creo muy eficaz y con una posibilidad de lograr un impacto muy positivo en las familias que los pediatras expliquen a los padres y madres que, de igual modo que la manera en la que alimentan a sus hijos tiene un impacto en la configuración de su salud física, la manera en la que nos relacionamos afectivamente con ellos esculpe su cerebro. Tiene un impacto en su salud emocional, esculpe las conexiones neuronales que configuran las capacidades emocionales con las que nuestros hijos harán frente a las frustraciones, problemas o emociones negativas. Y quizás sería interesante en las revisiones del niño sano abordar con los padres esta cuestión, evaluar cómo se enfrentan al malestar emocional de sus hijos, cómo tratan de gestionarlo, de enseñarles a manejarlo, para poder indicarles, de manera sencilla, los caminos inadecuados, que no permiten un buen desarrollo en el cerebro infantil de las estructuras neuronales que generan las capacidades emocionales.

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