aPediatra. CS de Colmenar de Oreja. Madrid. España.
Correspondencia: I Merino. Correo electrónico: inesmerinov@gmail.com
Cómo citar este artículo: Merino Villeneuve I. Una nueva vacuna: la vacuna del autoconocimiento. Bases neurobiológicas de la conducta humana. El juego entre el cerebro instintivo-emocional y el cerebro racional. Rev Pediatr Aten Primaria. 2016;70:e85-e91.
Publicado en Internet: 22-06-2016 - Número de visitas: 25563
Resumen
¿Por qué nos comportamos como nos comportamos? ¿Por qué repetimos conductas que sabemos nos hacen daño o hacen daño a otro? Detrás de toda conducta humana, hay un cerebro. Un cerebro, cuya función principal es velar por la supervivencia individual y de grupo. El sistema instintivo emocional (cerebro reptiliano y cerebro límbico) es la parte del cerebro que se encarga de esta función, dando lugar a conductas impulsivas, inconscientes, automáticas y rápidas, en ocasiones, dañinas. La neocorteza (en concreto, los lóbulos prefrontales) es la parte del cerebro que se encarga de las conductas más reflexivas y humanas. Pero esta zona necesita más tiempo para analizar toda la información entrante. Por lo tanto, para que la neocorteza guíe nuestras conductas es imprescindible educar al cerebro y dotarle de herramientas que le permitan modular y gestionar los primeros impulsos procedentes del sistema instintivo emocional. Todo educador (padres, profesores, pediatras) debe conocer cómo funciona el cerebro para así dotar al niño de habilidades socioemocionales que le permitan actuar bajo el mandato de los lóbulos prefrontales.
Palabras clave
● Conducta ● Control de impulsos ● Educación ● Inteligencia emocionalPara poder comprender las causas biológicas de la conducta humana es preciso entender cómo está estructurado el cerebro desde el punto de vista evolutivo. En 1950, el neurocientífico Paul MacLean desarrolló la teoría del cerebro triuno, que explica que el cerebro humano actual está formado por la superposición evolutiva de tres cerebros1,2. Estos “tres cerebros en uno” no trabajan de manera independiente, sino que el cerebro funciona en red; las tres zonas están interconectadas (Fig. 1).
A pesar de ser el neocórtex mucho mayor en volumen que el sistema instintivo emocional, tiene menos poder que este último a la hora de controlar nuestras conductas, dando lugar a comportamientos impulsivos, de los cuales, en muchas ocasiones, nos arrepentimos. El famoso escritor estadounidense Stephen King refleja esta idea en una célebre frase: “Los monstruos son reales, y los fantasmas también: viven dentro de nosotros y, a veces, ellos ganan”. Los monstruos y los fantasmas hacen referencia a ese sistema instintivo emocional tomando el control sobre nuestro comportamiento.
¿Cómo ocurre esto? Existen varios motivos que justifican nuestras conductas automáticas, impulsivas e inconscientes.
Desde el nacimiento y durante los primeros tres años de vida, el sistema instintivo emocional se encuentra muy desarrollado, no así el sistema cognitivo ejecutivo4. Más concretamente, hasta el año de vida, el cerebro que rige la conducta del niño es el cerebro reptiliano. Actuará con el objetivo de cubrir sus necesidades básicas de hambre, frío, sueño… En este nivel, poco sirve razonar con el bebé que llora ya que no tiene desarrollado su parte racional. Solo queda ir satisfaciendo sus necesidades.
A partir del primer año, la parte emocional del cerebro convive con la reptiliana. La conducta del niño viene entonces guiada por este sistema, buscando en todo momento satisfacer sus necesidades de amor y seguridad, además de sus necesidades básicas. En este momento, se trata de conectar con el sistema instintivo emocional del niño a través de los límites, las normas, el afecto, la presencia.
Alrededor del tercer año de vida, el cerebro racional cobra cada vez más protagonismo en la vida y en las conductas del niño. Es entonces capaz de frenar los impulsos emocionales perjudiciales del sistema instintivo emocional. Algunos estudios demuestran que en niños de cinco años ya se han desarrollado, parcialmente, algunas funciones ejecutivas como son la memoria de trabajo, la inhibición y la flexibilidad cognitiva5. Pero los lóbulos prefrontales no terminan de madurar hasta los 20-25 años, por lo que todavía necesita al adulto como guía de sus conductas. Alicia Risueño e Iris Motta explican en su libro Trastornos específicos del aprendizaje6: “El desarrollo cerebral depende de procesos lentos y continuos de intercambio con el medio y consigo mismo. Las conductas resultantes estarán acordes a ese desarrollo cerebral. Es así que la función ejecutiva, que requiere de una maduración del lóbulo prefrontal y sus múltiples conexiones corticosubcorticales, no se manifestará de modo óptimo hasta la edad adulta. Es por ello que en la infancia el autocontrol depende de otro que cumpla con la tarea ordenadora de la conducta, hasta tanto se desarrollen las bases neurofuncionales necesarias. La existencia de ese otro es lo que facilita que esas bases neurofuncionales se desarrollen”. El niño necesita de un adulto que le sirva de modelo para ir aprendiendo, poco a poco, a gestionar esos impulsos emocionales. El adulto en este caso, se convierte en “sus lóbulos prefrontales” todavía no completamente formados.
La principal función de nuestro cerebro es asegurarnos la supervivencia. Nuestro cerebro actual es el mismo que tuvo el primer Homo sapiens sapiens en la sabana africana hace aproximadamente 200 000 años atrás. Viene, por lo tanto, preparado para responder y sobrevivir en ese medio en el que un león podía atacar en cualquier momento. A día de hoy, el estrés no viene generado por leones sino por cualquier situación (real o imaginaria) que el cerebro interprete como amenazante, ya no solo para la vida, sino para la identidad individual o de grupo: un atasco, estar en paro, llegar tarde, un examen, hablar en público… Ante un estímulo externo de este tipo, la información ingresa al tálamo a través de los sentidos. Desde el tálamo, la información llega en 125 ms a la amígdala (área del sistema instintivo emocional), donde es codificada como amenazante, placentera o neutra (Fig. 2).
En el primer caso, una situación codificada como amenazante, se enciende la señal de alarma a nivel cerebral y se activa el sistema nervioso simpático, lo que produce un “rapto emocional” en el que los centros frontales son inhibidos y anulados y el sistema instintivo emocional toma el mando de la situación dando lugar a conductas reactivas, impulsivas, automáticas, inconscientes de tipo ataque o huida. Este circuito neurológico es el que se encuentra detrás de las conductas agresivas (bullying, asesinato, peleas, maltrato físico o verbal). Si en ese momento, por aprendizaje, en vez de reaccionar, respiramos o contamos hasta diez, por ejemplo, damos tiempo a que la información llegue a través del camino largo (explicado con posterioridad) a los lóbulos prefrontales, donde será evaluada y modulada, dando lugar a una respuesta reflexiva y consciente.
En el segundo caso, una situación placentera, activa, entre otras áreas, el núcleo accumbens, área ligada al sistema cerebral de búsqueda y obtención de recompensa, que también es vital para garantizar nuestra supervivencia. De esta forma, la excitación del núcleo accumbens produce la liberación de dopamina, neurotransmisor relacionado con el deseo y la motivación, conformando así un poderoso circuito de placer que lleva a la necesidad imperiosa de querer repetir la conducta inicial. Conductas como comer, el deseo de chocolate, el sexo, las compras, el salto en caída libre o la adicción a drogas vienen justificadas por este circuito.
Tras 500 ms, la información, a través del camino largo, llega del tálamo a la corteza cerebral (Fig. 3). A este nivel existen dos opciones si tenemos en cuenta la teoría del neurocientífico Gazzaniga. Esta teoría, fundada en varios experimentos7,8, explica que el cerebro humano (el hemisferio izquierdo, para ser exactos) contiene un “intérprete”, esto es, un grupo de redes neuronales especializado en dotar de sentido y coherencia a las conductas inconscientes y automáticas del sistema instintivo emocional. Es capaz de justificar cualquier tipo de conducta, incluso a costa de inventar parte de la historia. La existencia del “intérprete” demuestra la necesidad que tenemos de convencernos y de convencer a los demás de la coherencia de nuestros actos impulsivos, automáticos e inconscientes. Se trata de una herramienta humana muy potente, que nos hace estar seguros de lo que decimos, pensamos y hacemos. Si no conocemos esta capacidad del lóbulo prefrontal izquierdo, creeremos que siempre actuamos correctamente, y que siempre tenemos razón, sin margen de duda y sin posibilidad de cambio.
La segunda opción y la más humana es aquella en la que los lóbulos prefrontales realizan una evaluación reflexiva y ponderada de todos los datos, frenando o moderando los impulsos emocionales automáticos perjudiciales procedentes del sistema instintivo emocional, integrando el razonamiento con la emoción, dando lugar a respuestas conscientes más humanas. Esta capacidad de los lóbulos prefrontales de modelar las respuestas instintivo emocionales se denomina inteligencia emocional.
A fin de facilitar todo este enredo cerebral, podemos resumir hablando de dos tipos de conducta. La conducta reactiva o defensiva que viene gobernada por el sistema instintivo emocional (amígdala en caso de amenaza y núcleo accumbens en caso de placer). Se trata de una conducta impulsiva, inconsciente y automática. De forma muy habitual, nuestro lóbulo prefrontal izquierdo, gracias al “interprete”, es capaz de justificar este tipo de conductas, a veces, injustificables, para así mantener la coherencia entre lo que hacemos y lo que pensamos. El segundo tipo de conducta es la respuesta humana, reflexiva y ponderada. Esta viene gobernada por la corteza cerebral y más concretamente por los lóbulos prefrontales.
Por desgracia, el tipo de conducta que predomina en nuestra sociedad a día de hoy es la reactiva. Y esto se debe en parte al estilo de vida que llevamos en el que el estrés, las prisas, la búsqueda rápida y fácil de resultados, la competitividad, el querer llevar la razón a toda costa, el rencor y el resentimiento nos rodean constantemente. También la educación tiene parte de responsabilidad: niños a los que se compara constantemente con un hermano o un amigo que come mejor que él o que recoge mejor que él, niños a los que se etiqueta dañando su autoconcepto en lugar de reprender las conductas inadecuadas, niños en los que se prioriza el resultado y no el esfuerzo, en los que el error es castigado…
La buena noticia es que la capacidad de los lóbulos prefrontales de modelar las respuestas instintivo emocionales es una habilidad educable y entrenable. Por este motivo, tanto los padres como los docentes, los médicos y educadores en general, deben tener conocimientos básicos de neurociencias, para así conocer su propia mente y el origen de sus conductas y el de los demás. Este conocimiento permite elegir libremente cómo actuar sin dejarse llevar por el primer impulso, evitando así consecuencias indeseables. Los educadores podrán, de esta forma, dotar de herramientas a los niños para favorecer su auto observación, y su autoconocimiento y así, convertirse en dueños libres de sus conductas y decisiones, sin automatismos ni justificaciones. El famoso psiquiatra y neurólogo Victor Frankl, en su libro El hombre en busca de sentido9, ilustra esta idea: “Entre el estímulo externo y nuestra consiguiente reacción hay un espacio en el que podemos elegir dar la respuesta que más nos favorezca”.
Pasaríamos entonces de un mundo reactivo dominado por el sistema instintivo emocional que busca defenderse, tener razón, atacar o huir a un mundo proactivo en el que el objetivo principal no es la supervivencia sino ser feliz. Se produciría un cambio de paradigma, un cambio en la manera en la que se ve, se comprende y se actúa en el mundo. Un mundo de abundancia en el que los conflictos se resolverían bajo el lema “gana-gana” (se busca una solución en el que ambas partes ganan) en lugar de un mundo de escasez, donde el lema es “gana-pierde” (gana el más fuerte física o mentalmente) o “pierde-pierde” (al final, los dos pierden).
Existe un cuento en el que un anciano indio instruye a su nieto sobre la vida10. Le dice: “Dentro de mí hay una lucha. Hay una lucha tremenda entre dos lobos. Uno de ellos siempre da problemas. Muchas veces es antipático, se enfada enseguida, es impaciente, celoso y codicioso. También es dominante, siempre quiere estar en primer plano. Y si el otro no lo acepta, toma el papel de víctima o se enfada. En realidad, nunca escucha de verdad, piensa que siempre tiene razón, que todo lo sabe mejor que nadie y se siente superior. El otro lobo es bueno. Es paciente, escucha atento antes de contestar. Es sincero, claro, cuidadoso y amable. Además, tiene sentido del humor y acepta las situaciones tal y como se presentan. Es alegre, le gusta ver lo bueno que hay en los demás y nunca te critica. Puedes confiar en él”. El nieto pregunta: “Abuelo, ¿dime cuál de los dos lobos va a ganar la pelea en tu corazón”. El abuelo contestó: “Aquel que yo alimento”. Aquello que alimentas crece. ¿A qué lobo alimentamos más? ¿Al que fomenta conductas reactivas o al que quiere ser feliz? Es nuestra responsabilidad. ¿Quién dejamos que dirija nuestra vida? ¿Al sistema instintivo emocional o a los lóbulos prefrontales? A través del conocimiento, la educación, la práctica, paciencia y perseverancia podemos aprender a no responder de manera automática a las órdenes del sistema instintivo emocional y a hacer una pausa, para dar tiempo a los lóbulos prefrontales a tomar una decisión proactiva, consciente y más humana. Cambiar un hábito no es sencillo, pero gracias a la neuroplasticidad11 es posible. ¡Merece la pena el esfuerzo! Se trata de ser más feliz y de contagiar esa felicidad a todos los que nos rodean…
¡A través del juego! Dibujamos un cerebro en un folio y pegamos un velcro en la zona del sistema instintivo emocional y otro en la zona de los lóbulos prefrontales.
Elegimos, entre todos, los distintos personajes que gobiernan nuestra mente (la amígdala, el núcleo accumbens, el intérprete, los lóbulos prefrontales) a los que pegamos también un velcro por detrás (Fig. 4).
Cada vez que, en el aula, en la familia o en la consulta del pediatra, surge una situación conflictiva, dudosa, difícil de resolver, sacamos el folio del cerebro y, entre todos, decidimos quién está dirigiendo esa conducta complicada. Pegamos, entonces, al personaje protagonista (amígdala, núcleo accumbens, intérprete o humano) en la zona cerebral que está guiando la conducta (sistema instintivo-emocional o sistema cognitivo). Esto nos permite hacernos conscientes de cómo nuestra mente está dirigiendo nuestra vida y nuestras conductas. Podemos entonces decidir, libremente y proactivamente, si mantener esa conducta o buscar una más humana. Hace falta poner en marcha nuestros lóbulos prefrontales más humanos y nuestra creatividad para encontrar una. Pero en equipo siempre es más sencillo.
Con la repetición de este juego, esta forma de pensar se acaba convirtiendo en un hábito, en algo automático. De esta forma, conseguimos que nuestras conductas acaben siendo dirigidas, de forma casi automática, no por el sistema instintivo-emocional, sino por los lóbulos prefrontales, nuestra parte más humana.
La autora declara no presentar conflictos de intereses en relación con la preparación y publicación de este artículo.
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