Mariano Casado Blancoa, P Hurtado Sendinb, M Castellano Arroyoc
aFacultad de Medicina. Universidad de Extremadura. Badajoz. España.
bHospital Universitario Materno-Infantil de Badajoz. España.
cCátedra de Medicina Legal. Facultad de Medicina. Universidad de Alcalá de Henares. Madrid. España.
Correspondencia: M Casado. Correo electrónico: mcasado@unex.es
Cómo citar este artículo: Casado Blanco M, Hurtado Sendin P, Castellano Arroyo M. Dilemas legales y éticos en torno a la asistencia médica a los menores. Rev Pediatr Aten Primaria. 2015;17:e83-e93.
Publicado en Internet: 12-03-2015 - Número de visitas: 25853
Resumen
En el presente artículo trataremos de abordar un tema de notable complejidad y con múltiples facetas como es la asistencia médica a los menores.
Para ello debemos partir del hecho de que, desde el punto de vista legal, los menores son sujetos de derechos a los que progresivamente se les dota de capacidad para poder ejercer esos derechos. Por tanto, no podemos considerar a los menores como si se tratasen de personas incapacitadas legalmente. Es cierto que precisan protección, y que se trata de ajustar las dos condiciones que concurren en estos sujetos: por un lado su condición de sujeto de derechos, con capacidad para ejercerlos y de otra, su condición de sujeto dependiente de sus representantes legales, por el cual en determinados momentos precisan de complementar dicha capacidad para que sus actos sean apropiados.
Cualquier actividad médica se centra básicamente en la relación médico-paciente, donde ambos se necesitan mutuamente. Pero esta relación se complica considerablemente en el mundo de la medicina pediátrica, donde el paciente que atender es un menor. En estos casos, entran en juego consideraciones muy variadas, tanto legales y éticas como deontológicas, que plantean dudas acerca de si lo que estamos haciendo lo estamos haciendo bien o, por el contrario, se podría hacer de otra manera, pero que en definitiva obligan al médico a adoptar decisiones en referencia a la asistencia, al menos.
Palabras clave
● Ética ● Legislación ● Maduro ● Menor ● PrácticaEl consentimiento para la asistencia médica es fuente de conflictos en numerosas circunstancias. Esto se acentúa en la asistencia pediátrica, en la que siempre el paciente es menor de edad y, por tanto, con impedimento o limitaciones al derecho a dar el consentimiento.
Este derecho está regulado por normas legales y éticas muy precisas y exigentes, pero estas no evitan que en la práctica sean numerosas las ocasiones en las que el acto clínico se acompaña de un conflicto ético-legal, siendo necesario el análisis y la discusión del caso concreto, personalizando las circunstancias y la decisión final.
Las leyes actuales reconocen para los menores una progresiva madurez que favorece su autodeterminación y capacidad de autonomía ante la asistencia sanitaria; también las normas éticas reconocen ese respeto a la progresiva madurez de los menores; sin embargo, el propio derecho civil, en orden a la protección de los menores, establece para los padres los deberes de guarda y custodia hasta su mayoría de edad, estando obligados a decidir por ellos, siempre en su beneficio.
Este artículo tiene como objetivo trasladar a los especialistas en Pediatría y médicos en general la información legal y ético-deontológica necesaria que les facilite tomar decisiones ante conflictos de consentimiento en el ámbito asistencial.
La práctica pone de manifiesto que las demandas de responsabilidad profesional vienen de la mano de aspectos legales (información, consentimiento, intimidad) y de toma de decisiones; muchas menos veces las reclamaciones se relacionan con la preparación científica de los médicos.
El hecho de que en los últimos años haya cobrado gran importancia el concepto de “menor maduro” respecto al derecho progresivo de los menores a tomar decisiones sobre sí mismos, también en la relación médico-paciente, nos lleva a tratar en este artículo este concepto para utilidad de pediatras y médicos en general.
Fue en EE. UU. donde surgió, al inicio de los años 70, el concepto de “menor maduro” configurándose de una forma progresiva desde el punto de vista jurídico la denominada “doctrina del menor maduro”.
Esta teoría, a su vez, se fundamenta en la conocida como “regla del menor maduro”, por la cual la patria potestad, entendida como poder directo sobre una persona1, sigue siendo efectiva hasta que el menor alcanza la mayoría de edad, pero a medida que este va madurando, el nivel de control por parte de los padres se debe ir limitando de forma adecuada. Esto se correspondería con un grado de inteligencia y voluntad suficientes para realizar válidamente un acto jurídico concreto o ejercitar un derecho. Llevado esto a la asistencia sanitaria, significa la aptitud de una persona para comprender la situación a la que se enfrenta y las alternativas posibles de actuación, junto a las consecuencias previsibles de cada una de ellas; esto incluye el saber expresar y defender sus decisiones apoyándose en su escala de valores. Es a partir de ese momento, cuando el joven puede comprender plenamente la información que el médico le da sobre su estado de salud y el tratamiento que se le propone. Consecuentemente el menor puede decidir por sí mismo y la intervención de los padres pasa a ser secundaria, aunque en situaciones de gravedad y riesgo importante, su opinión pueda ser tenida en cuenta y hasta seguida.
En Derecho Médico, el concepto del “menor maduro” ha sido ampliamente aceptado2, y reforzado por su reconocimiento judicial, así la Ley Orgánica 1/1996 de Protección Jurídica del Menor3 indica que “[...] la mejor forma de garantizar social y jurídicamente la protección de la infancia es promover su autonomía como sujetos”. Con esta idea, el Convenio Europeo de Bioética redactado en Oviedo en 19744 respecto al consentimiento del menor en la asistencia sanitaria dice “[...] la opinión del menor será tomada en consideración como un factor que será tanto más determinante en función de su edad y su grado de madurez”.
Se puede concretar que la expresión “menor maduro” es utilizada para identificar a las personas menores de 18 años (mayoría de edad legal), pero con capacidad intelectual y volitiva suficiente para implicarse en la toma de decisiones referentes a su persona. En general, se acepta que los derechos de personalidad (salud en general y salud sexual y reproductiva en particular) y otros derechos civiles pueden y deben ser ejercitados por las personas desde el momento en que tengan juicio natural suficiente, hecho o circunstancia que, para muchos autores, en la mayoría de las personas va ocurriendo de forma paralela a la madurez biológica y antes de los 18 años. Este sería el significado del término anglosajón de “competencia” generado en el caso Gillick, que dio lugar a lo que se conoce en la literatura internacional como “Competencia de Gillick”5,6, concepto referente al área del ejercicio de los derechos personalísimos; el cual no se alcanza en un momento preciso sino que se va formando progresivamente, de forma evolutiva; es decir, que no se adquiere o pierde de forma instantánea. Bajo esta denominación, se analiza si el sujeto puede o no entender perfectamente aquello que se le dice, cuáles son los alcances de la comprensión, si puede comunicarse, si puede razonar sobre las alternativas y si tiene valores para poder juzgar.
Hasta bien entrado el siglo XX, los menores no fueron contemplados jurídicamente como sujetos de derechos subjetivos7. El menor era tratado como un individuo disminuido y no como un ser que está en desarrollo durante toda su vida, aunque durante la minoría de edad los cambios biológicos y psicológicos sean cualitativa y cuantitativamente más intensos8,9. El menor de edad era fundamentalmente un objeto de la protección de los padres o del Estado y no un auténtico sujeto de derechos subjetivos, porque la minoría de edad era considerada como un estado del individuo, semejante a lo que representa el género o el estado civil, caracterizado por la imperfección de la personalidad (personalidad incompleta). Los derechos legales del menor aparecen como auténticos derechos reflejos del interés paterno o social en dicha protección y no del interés del propio menor en desarrollar su autonomía.
Si repasamos el ordenamiento jurídico español podemos apreciar que antes del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y la Dignidad del ser humano con respecto a las aplicaciones de la Biología y la Medicina, conocido como "Convenio de Oviedo"4, no existía ninguna regulación relativa a la capacidad del menor en el ámbito sanitario. Únicamente algunos esbozos como los recogidos en la Ley 11/1981, de 13 de mayo, de modificación del Código Civil en materia de filiación, patria potestad y régimen económico del matrimonio10 o en la Ley 13/1983, de 24 de octubre, de reforma del Código Civil en materia de adopción11 o en la Ley Orgánica 4/1992, de 5 de junio, sobre reforma de la Ley Reguladora de la Competencia y el Procedimiento de los Juzgados de Menores12, e incluso la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor3. Estas normas, aunque generales, configuraron una imagen del menor como un sujeto activo y participativo en la vida social, política y cultural13. De ahí que los padres o el tutor sustituyan al menor en las decisiones más trascendentes (incluidas las que se toman en asistencia sanitaria), pero haciéndolo progresivamente partícipe en la medida en que comprenda lo que le sucede y las ventajas e inconvenientes de lo que se le ofrece como tratamientos.
Ante el vacío legal existente respecto al consentimiento del menor de edad en el ordenamiento jurídico español, la doctrina era casi unánime en cuanto a la aceptación del criterio de la capacidad natural, lo que implicaba la posibilidad de que el reconocimiento del ejercicio del derecho a consentir, por parte del paciente, dependiera de que se reuniesen las condiciones físicas y psíquicas (grado de madurez), que permitieran aceptar o rechazar un determinado acto médico. En este sentido, algunos autores destacaron el importante papel de médico como garante de unos derechos de los menores, guiados siempre por procurar el mayor beneficio del menor, en contra, a veces, de lo manifestado por los padres14,15.
La doctrina daba por entendido que el criterio de la capacidad natural ya había sido recogido por el propio Código Civil, aunque esto no esté explícitamente expresado en el Código Civil. De ahí que se hiciera necesaria una normativa con referencias expresas a la edad cronológica y capacidad intelectual y volitiva del menor como paciente. Esto no era fácil, porque algunos autores entendían que el concepto de “grado de madurez” era demasiado vago y subjetivo; de ahí que se haya optado por fijar edades concretas asociadas a la validez del consentimiento otorgado por el menor. Sin embargo, la ley deja al médico la responsabilidad, en las ocasiones conflictivas, de determinar ese “grado de madurez” en el que fundamentar el consentimiento válido.
Tras la entrada en vigor en España del referido “Convenio de Oviedo” el 1 de enero del 20004, este pasó a formar parte de nuestro ordenamiento jurídico. Concretamente, en su artículo 6 se establecen un conjunto de medidas para la protección de las personas que no tengan capacidad para expresar su consentimiento, fundamentándolas en dos criterios: el reconocimiento de los principios de protección y de actuación directa en interés del paciente incapaz y la remisión a la legislación nacional.
Así se recoge en el artículo 6.2 que: “Cuando, según la ley, un menor no tenga capacidad para expresar su consentimiento para una intervención, esta solo podrá efectuarse con autorización de su representante, de una autoridad o una persona o institución designada por la ley. La opinión del menor será tomada en consideración como un factor que será tanto más determinante en función de su edad y su grado de madurez”.
De esta redacción se puede indicar que la norma establece un doble razonamiento: la edad como criterio objetivo, y la madurez para valorar la opinión del paciente menor de edad como criterio subjetivo. La doctrina mayoritaria estima que prima la capacidad natural sobre la jurídica, ya que el precepto reconoce, al contrario, la facultad del menor de autorizar la práctica de la intervención de que se trate y otorgando a su opinión una importancia creciente “en función de la edad y de su madurez”.
Respecto al segundo criterio al que hacíamos mención (remisión a la legislación nacional), los artículos 6.2 y 6.3 establecen que la capacidad se rige por el ordenamiento del país que corresponda, es decir, en referencia a leyes específicas.
Dos años después se promulgó la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, Básica reguladora de la autonomía del paciente y de derechos y obligaciones en materia de información y documentación clínica16. Como criterio determinante, esta ley estatal, en su artículo 9.3c, dice que “cuando el paciente menor de edad no sea capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance de la intervención. En este caso, el consentimiento lo dará el representante legal del menor después de haber escuchado su opinión si tiene doce años cumplidos”.
Llevado esto a los pediatras u otros especialistas relacionados con estos pacientes, significa que cuando atiendan a un paciente menor de edad que sea capaz de comprender el alcance, finalidad y naturaleza de la intervención sanitaria, hay que considerarlo plenamente facultado para prestar el consentimiento por sí mismo. Será al médico, a quien corresponde verificar y acreditar si el menor reúne las condiciones de madurez necesarias o si, por el contrario, debe requerir el consentimiento de sus representantes legales, señalándose que la madurez exigida (capacidad de comprensión y volitiva) no tiene por qué ser la misma para todo tipo de actos médicos, pues en algunos casos la complejidad del acto médico hace necesario, en el paciente, una mayor comprensión y discernimiento.
Pero la cuestión no acaba ahí, pues el mismo artículo 9.3c continúa su redacción indicando que “en caso de actuación de grave riesgo, según el criterio del facultativo, los padres serán informados y su opinión será tenida en cuenta para la toma de la decisión correspondiente”, lo cual nos lleva al caso de que ante un menor maduro y con capacidad de comprensión acerca de un acto médico que se le va a practicar, esa condición específica del paciente debe suponer un respeto escrupuloso a su personal decisión, con independencia de un mayor o menor riesgo del acto. En el supuesto contrario se vulneraría el principio básico de respeto a la confidencialidad sanitaria y se implicaría a terceros (representantes legales) en la toma de una decisión personal para la que se está absolutamente capacitado.
Por tanto debemos entender que tratándose de un “menor maduro”, la intervención de los representantes legales en la formación del consentimiento debería limitarse a los supuestos en que el propio menor lo autorice. Supuesto bien distinto sería cuando el menor careciera o tuviera limitada la capacidad para comprender y entender el alcance de la intervención y sus riesgos; en su caso, sin lugar a dudas, procedería el consentimiento de sus representantes legales14.
Aún así, la atención al menor de edad no es sencilla, ya que por un lado implica una relación con tres protagonistas, el médico, los padres y el menor, y por otro el establecimiento de cuestiones tales como la madurez, el derecho a la información y el ejercicio de la autonomía, de forma que se puede plantear cuándo tienen que intervenir los padres o tutores y cuándo respetar el derecho de autonomía del menor.
La Ley establece tres supuestos diferentes, para lo cual fija como criterio divisorio la edad del menor y su correspondiente grado de capacidad.
En general no tienen reconocida capacidad intelectual ni emocional para comprender el alcance del acto médico. Cuando nos encontramos ante este caso, el consentimiento debe ser siempre prestado por su representante legal.
A este respecto la Ley 41/200216 indica que será necesario escuchar la opinión del menor de edad con doce años cumplidos, aunque el consentimiento deba ser prestado por sus representantes legales. También el Código Civil reconoce que en los conflictos familiares (separaciones, divorcios, etc.) en los que están afectados menores con más de 12 años hay que oírlos y tener en cuenta su opinión
Al igual que otros autores, y aún teniendo en cuenta diversos textos legales, como el Convenio de Derechos del Niño17 o la Ley Orgánica 1/1996, de protección jurídica del menor3, que indican que el menor debe ser oído en todo caso, con independencia de su edad, entendemos de que hay que oír al menor cuando tiene menos de 12 años y, cuando ya los ha cumplido, además de conocer la opinión, hay que tenerla en cuenta. No obstante, la decisión final será adoptada por sus representantes legales, la cual siempre deberá estar en consonancia tanto con el interés del menor como con el respeto a su dignidad personal.
Es el grupo más controvertido. Al ser tan amplio, permite subdividirlo en otros dos a efectos asistenciales. Por un lado, el menor que no es capaz intelectual ni emocionalmente de comprender el alcance del acto médico, lo cual claramente conduce al consentimiento del representante legal, aunque tras haber escuchado la opinión del menor. Y de otro lado, cuando el menor sí es capaz intelectual y emocionalmente de comprender el alcance del acto asistencial.
En el segundo caso y atendiendo a lo ya expuesto, el menor puede decidir por sí mismo. Esto nos plantea algunas cuestiones de índole práctica: ¿cuándo podemos afirmar que el menor es capaz de comprender intelectual y emocionalmente el acto médico?; ¿es el médico pediatra o de otra especialidad, pero responsable del proceso asistencial, quien debe determinarlo?
Ya decíamos que las normas legales son precisas y exigentes, sin embargo, las leyes deber ser aplicables a todos y, por tanto, generales, lo que conduce a situaciones prácticas siempre específicas, concretas, individuales y personales en sus características y circunstancias. Por ello, las leyes sobre asistencia sanitaria siempre descargan en el médico la responsabilidad científica y moral de valorar y determinar la capacidad del menor para decidir.
Buscando la seguridad, algunos médicos defienden la necesidad de realizar protocolos de consenso que de una forma objetiva evalúen la capacidad de estos pacientes menores. Son mayoría los que opinan que la determinación de dicha capacidad corresponde a los médicos responsables del proceso asistencial, que deben asumir este acto científico preparándose para ello y considerando que con ello se convierten en un elemento distinto de las partes (padres e hijos) y privilegiado para actuar como garantes de los menores, frente a las discrepancias entre padres e hijos e, incluso, entre los propios padres.
Aún siguiendo este criterio, la determinación de la capacidad del menor para comprender intelectual y emocionalmente el alcance del acto médico nunca podrá ser rígida, sino que por el contrario variará en función de determinados factores, tales como la edad del menor, su grado de instrucción, si nivel intelectual y las experiencias vividas, la gravedad del acto a realizar, su complejidad, la relación riesgo/beneficio del acto propuesto e incluso el hecho de que el caso se tratara de una urgencia o una emergencia médica.
Consustancial a la alta responsabilidad moral y social del médico, encontramos aquí una situación que debe manejar desde los conocimientos legales y ético-deontológicos tomando las decisiones de forma reflexiva y tras haber valorado pros y contras de todas las posibilidades. Si es el médico quien debe asumir la delicada función de determinar la capacidad del menor también recaerá sobre él la responsabilidad por la decisión que adopte. Llegado el caso, los padres del menor podrían interponer una reclamación contra la actuación del médico, cuando, según su criterio, el médico solo hubiese contado con el consentimiento del menor y no con la opinión y/o conformidad de estos. También podría suceder a la inversa, que fuera el menor quién planteara la reclamación en el caso de que el médico hubiera actuado en contra de su voluntad, por estimar que no gozaba del grado de madurez suficiente para decidir.
Visto lo anterior, parece como si la norma legal dejara al médico atrapado en un dilema del que solo sale perdedor, cualquiera sea la hipotética situación efectiva en que se encuentre y con independencia de la determinación que adopte.
Para evitar conflictos y atendiendo al contenido de la ley, nos parece recomendable que, cuando el médico considera maduro al menor, puede bastarle su consentimiento para actos médicos de bajo riesgo y habituales. Su actuación debe hacerse más exigente cuando en la patología del menor y el tratamiento requerido se aprecia gravedad o riesgo significativo o importante. Igual sucede ante la solicitud de prestaciones en las que se pongan en peligro la vida del paciente menor o su integridad o cuando la práctica del acto médico sea imprescindible o de consecuencias irreversibles. En este caso sí es recomendable informar a los padres y contar con su opinión acerca del tratamiento a seguir. En caso de conflicto o de desacuerdo entre el menor y sus padres, o de los padres entre sí, el médico puede recurrir a la normativa civil (artículo 163 del Código Civil), poniendo el asunto en conocimiento del juez, al efecto de que intervenga el ministerio fiscal o se nombre un defensor judicial para el menor.
La ley 41/200216 señala que en la asistencia sanitaria no es preciso el consentimiento por representación en los menores que han cumplido 16 años. Es lo que se puede denominar “emancipación sanitaria”, mal llamada por algunos como “mayoría de edad sanitaria”; tras cumplir 16 años se entiende que el paciente se encuentra legitimado y con capacidad suficiente para entender y comprender el acto médico en su totalidad, en lo referente a la naturaleza, riesgos, consecuencias y finalidad del mismo, por lo que estaría capacitado para dar un consentimiento válido.
En este supuesto, la ley contempla la validez del consentimiento con la consideración de que la actuación médica conlleve “grave riesgo”, según el criterio del médico. Los padres podrán ser informados y su opinión tenida en cuenta para la posterior toma de decisión, aunque esto sería igualmente discutible, por cuanto que el establecer una relación directa entre el grave riesgo y la modificación del consentimiento es algo que queda fuera del derecho a la libre autonomía de la voluntad del paciente.
El término de “grave riesgo según el criterio médico” es un concepto exclusivamente técnico-científico y no un concepto jurídico. De ahí que la apreciación del médico resulte fundamental, siendo este quien determine esta situación y la solución al dilema, quedando la norma al margen de la valoración. Por ello y ante casos dudosos respecto al riesgo que va a correr el menor, lo adecuado es informarle y obtener su consentimiento, pero también contar con la opinión de los padres o representantes legales. Únicamente habría que recurrir al consentimiento por representación (padres y/o representantes legales) cuando el menor mayor de 16 años se encontrase en situación de incapacitado (permanente) o bien en situación de incapaz (no permanente). Los casos de conflicto pueden necesitar la intervención del juez, como se ha dicho para la situación del apartado anterior.
Tras la promulgación de la Ley 41/200216, así como en las legislaciones autonómicas precedentes (Cataluña, Galicia, Aragón y Navarra) se completó el desarrollo legislativo de estas materias a nivel autonómico, pero ninguna de ellas consiguió aportar soluciones más o menos definitivas respecto al tema que estamos tratando y simplemente se han limitado a seguir los preceptos legales de la ley básica, transcribiéndolos de forma literal y sin efectuar ninguna aportación, cuando lo correcto hubiera sido completarla, desarrollarla e incluso perfeccionarla, lo que habría sido más útil para los profesionales sanitarios; a este respecto se han desarrollado algunos trabajos en los que se han comparado las diferencias de matices entre estas normativas autonómicas19.
Por su parte, el Código de Deontología Médica del año 201118 incluye, en su capítulo III (relaciones del médico con sus pacientes), normas específicas que regulan el estatus del menor de edad.
Artículo 14
1. El mayor de 16 años se considera capacitado para tomar decisiones sobre actuaciones asistenciales ordinarias.
2. La opinión del menor de 16 años será más o menos determinante según su edad y grado de madurez; esta valoración supone para el médico una responsabilidad ética.
3. En los casos de actuaciones con grave riesgo para la salud del menor de 16 años, el médico tiene obligación de informar siempre a los padres y obtener su consentimiento. Entre 16 y 18 años los padres serán informados y su opinión será tenida en cuenta.
4. Cuando los representantes legales tomen una decisión que, a criterio del médico, sea contraria a los intereses del representado, el médico solicitará la intervención judicial.
La propia Comisión Central de Deontología indica que los menores viven la enfermedad, experimentan el dolor, el miedo y la angustia a su manera y el médico no puede actuar ignorando esta realidad; la explicación hay que llevarla a su nivel para que comprendan lo que les ocurre y es preciso acompañarla de respuestas esperanzadoras; el menor se debe sentir acompañado y dar la seguridad de que se le ayudará a superar el problema; no es infrecuente que en la práctica los médicos reciban de los menores enfermos lecciones de fortaleza, ánimo y esperanza19.
Vistas las cuestiones generales, vamos a exponer dos situaciones que en la práctica pueden ser fuente de conflictos para los médicos que prestan asistencia a pacientes menores. Aunque se trate de situaciones específicas, les es aplicable todo lo que el Código Civil señala como derechos y obligaciones de los padres hacia los hijos, concretados en la patria potestad, la guardia y custodia y la tutela. A este respecto señalamos lo que dicen los artículos 154 y 156 del Código Civil: en el primero se establece que la patria potestad se ejercerá siempre en beneficio de los hijos, de acuerdo con su personalidad, y con respeto a su integridad física y psicológica. Esta potestad comprende los siguientes deberes y facultades: velar por ellos, tenerlos en su compañía, alimentarlos, educarlos y procurarles una formación integral, representarlos y administrar sus bienes.
Por su parte el artículo 156 establece que:
La patria potestad se ejercerá conjuntamente por ambos progenitores o por uno solo con el consentimiento expreso o tácito del otro. Serán válidos los actos que realice uno de ellos conforme al uso social y a las circunstancias o en situaciones de urgente necesidad.
En caso de desacuerdo, cualquiera de los dos podrán acudir al Juez, quien, después de oír a ambos y al hijo si tuviera suficiente juicio y, en todo caso, si fuera mayor de doce años, atribuirá sin ulterior recurso la facultad de decidir al padre o a la madre. Si los desacuerdos fueran reiterados o concurriera cualquier otra causa que entorpezca gravemente el ejercicio de la patria potestad, podrá atribuirla total o parcialmente a uno de los padres o distribuir entre ellos sus funciones. Esta medida tendrá vigencia durante el plazo que se fije, que no podrá nunca exceder de dos años.
En los supuestos de los párrafos anteriores, respecto de terceros de buena fe, se presumirá que cada uno de los progenitores actúa en el ejercicio ordinario de la patria potestad con el consentimiento del otro.
En defecto o por ausencia, incapacidad o imposibilidad de uno de los padres, la patria potestad será ejercida exclusivamente por el otro.
Si los padres viven separados, la patria potestad se ejercerá por aquel con quien el hijo conviva. Sin embargo, el Juez, a solicitud fundada del otro progenitor, podrá, en interés del hijo, atribuir al solicitante la patria potestad para que la ejerza conjuntamente con el otro progenitor o distribuir entre el padre y la madre las funciones inherentes a su ejercicio.
Aplicamos estas disposiciones a las siguientes situaciones:
Aún en estos casos no podemos olvidar que la norma básica, sobre la que se debe basar toda decisión médica, es la que determina que siempre debe prevalecer el interés superior del menor sobre cualquier otro interés legítimo. Esta es la conclusión que se extrae de las tres leyes principales que rigen este tipo de relaciones, es decir, la Ley 41/2002, de 14 de noviembre, Básica reguladora de la Autonomía del Paciente16, la Ley Orgánica 15/1999, de 13 diciembre, de Protección de Datos20, la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor3, de modificación parcial del Código Civil10 y de la Ley de Enjuiciamiento Civil21 y del artículo 156 del Código Civil.
En el ejercicio de la patria potestad con padres separados, y con respecto a los menores, es preciso distinguir entre actos ordinarios de aquellos que son extraordinarios14.
Entre los primeros podríamos incluir el llevar a un menor a la consulta del pediatra para un control rutinario o incluso un proceso banal; en estos casos, la decisión será asumida por el progenitor bien con el que convive el menor o con el que acuda a la consulta, no siendo preciso obtener el consentimiento del progenitor ausente para realizar el tratamiento propuesto por el médico, sino que será suficiente con que el progenitor que acompaña al menor preste su consentimiento.
Esta conclusión se extrae del anteriormente trascrito artículo 156 del Código Civil cuando establece que “serán válidos los actos realizados por uno de los progenitores con patria potestad, aun en ausencia del otro progenitor, cuando dicho acto sea conforme al uso social y a las circunstancias”.
Por el contrario, para actos extraordinarios, en los que se encuentran las decisiones respecto a la salud del menor (intervenciones quirúrgicas o aplicación de tratamientos complejos), es preciso el acuerdo de ambos progenitores.
Si se trata de un caso de urgencia, en el que no es posible esperar a obtener el consentimiento de ambos progenitores, se aplica el principio general por el que prevalece el interés del menor, aplicando en consecuencia la intervención que se adecue a la lex artis ad hoc, incluso aunque uno o dos de los progenitores hayan expresado su opinión en contra.
En el caso de que exista una desavenencia entre ambos progenitores respecto a la decisión a tomar, el asunto deberá judicializarse, debiendo acudir a esta vía el progenitor que solicite o considere necesaria o conveniente la intervención médica de que se trate, siendo el juez el que decidirá en aplicación del artículo 156 del Código Civil, pues como muy bien indica Rodríguez Almada22, cuando los padres de un menor se opongan a un tratamiento, poniendo en peligro su vida o salud, el médico debería comunicarlo al juez competente. Esto mismo sucede cuando se trata de un problema relacionado con la salud mental y se indica un tratamiento psiquiátrico, especificando la ley que el internamiento de un menor en un centro de salud mental necesita autorización judicial previa. Este procedimiento se equipara al que hay que seguir cuando está indicado el internamiento de una persona por razones de salud psíquica y el paciente se opone a dicho internamiento (art. 763 de la Ley de enjuiciamiento civil).
Pero estas situaciones no se limitan exclusivamente a casos en que existan discrepancias entre progenitores a la hora de tomar decisiones respecto a la actuación ante un determinado tratamiento para el menor, sino que también se extiende al derecho a la información sobre el estado de salud del menor.
En estos casos, debemos distinguir entre dos posibilidades: que el progenitor que solicita la información sea titular de la patria potestad, en cuyo caso el médico deberá informarle sobre el estado de salud del menor y, en su caso, redactar el correspondiente certificado médico o informe clínico, salvo que pudiera prevalecer un interés jurídico superior como es el interés del menor; en el caso de que el progenitor solicitante de la asistencia no sea titular de la patria potestad, el médico no está obligado a dar cumplimiento a la petición de este progenitor. Como se desprende de lo dicho, estas situaciones suponen para el médico deberes añadidos a la mera asistencia sanitaria del menor, ya que se debe informar de la situación legal de la familia y, concretamente si los padres tienen reconocida la patria potestad compartida, si alguno la tiene retirada (por sentencia firme), y quién tiene encomendada la guarda y custodia del menor.
Nuestro Código Civil, en su Título XI, regula la emancipación, la cual puede llevarse a cabo por diferentes causas: por matrimonio (artículo 316 Código Civil), por cesión de los padres o titulares de la patria potestad, con consentimiento del hijo, por solicitud al juez de los mayores de 16 años cuyos padres se encuentren en algunas de las circunstancias previstas en el artículo 320 del Código Civil o por desear salir de la tutela (artículo 321) y por emancipación tácita o vida independiente del menor (artículo 319).
En relación a la asistencia de estos pacientes, y siguiendo el criterio señalado por la Ley 41/2002, se establece una equiparación entre los emancipados y los menores con 16 años cumplidos. Únicamente en los casos de matrimonio como causa de emancipación podría generarse algún tipo de conflicto, al poderse llevar a cabo el matrimonio con 14 años cumplidos, que sería fácilmente solucionable al entender que el menor posee capacidad necesaria para consentir una determinada actuación médica que afecta exclusivamente a su ámbito personal.
Desde siempre, el menor de edad fue considerado como una persona en crecimiento y evolución y, por tanto, carente de la madurez suficiente como para comprender el alcance de sus actos. Ante esta carencia, la patria potestad o la tutela del menor, ejercida por sus padres o representantes legales, suplía el ejercicio de sus derechos y deberes.
Actualmente la concepción de menor de edad ha cambiado sustancialmente, pasando a ser una persona considerada como sujeto titular de derechos, lo cual le hace partícipe de la toma de decisiones referidas a su salud y respecto al acto médico que se le propone, por lo que se hace necesario cumplir con los deberes de información y valorar la opinión que pudiera manifestar el menor respecto a lo que desea para sí mismo en el ámbito de la salud.
Aunque la legislación sea permisiva, desde el punto de vista ético y deontológico es obligado para los médicos buscar y encontrar puntos de equilibrio que permitan al menor tomar decisiones que no le sean perjudiciales, le causen daño o tengan consecuencias irreversibles. No se puede perder de vista que el menor es una persona que está en desarrollo y que por tanto carece de los conocimientos y experiencia vivida que le permitan apreciar de forma ponderada las consecuencias de sus acciones; por tanto, quienes tienen el deber de proporcionarle afecto, educación, sostenimiento económico y velar por él, y el médico, en lo referente a la asistencia médica que necesite, están obligados a, respetando su grado de autonomía, velar para que sus decisiones y las de los que le representan sean siempre en su beneficio.
Ante las dudas de suficiente entidad se podrá siempre contar con el respaldo judicial y la intervención del Ministerio fiscal, que tiene el deber de velar por los menores e incapaces.
Con respecto a los menores, es aconsejable que las leyes contemplen soluciones algo más prácticas, que puedan despejar las dudas y argumentos que las actuales nos plantean, y siempre tratando de buscar una mayor seguridad jurídica tanto para los propios pacientes como para los médicos.
Los autores declaran no presentar conflictos de intereses en relación con la preparación y publicación de este artículo.
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