Paloma Ortiz Sotoa, Mar Duelo Marcosb, Eva Escribano Cerueloc
aPsiquiatra Infantil. Instituto ATTI. Madrid. España.
bPediatra. CS Las Calesas. Madrid. España.
cPediatra. Hospital Universitario Niño Jesús. Madrid. España.
Correspondencia: P Ortiz. Correo electrónico: portizsoto@hotmail.com
Cómo citar este artículo: Ortiz Soto P, Duelo Marcos M, Escribano Ceruelo E. La entrevista en salud mental infantojuvenil (II): el desarrollo psicoafectivo y cognitivo del niño. Rev Pediatr Aten Primaria. 2013;15:89.e41-e55.
Publicado en Internet: 26-03-2013 - Número de visitas: 42523
Resumen
El pediatra de Atención Primaria tiene que conocer los aspectos básicos del desarrollo psicoafectivo y cognitivo del niño, tanto para realizar una exploración de su salud mental como para proporcionar una intervención adecuada.
En este artículo se abordan los aspectos más básicos del desarrollo emocional y cognitivo del niño. Para entender su desarrollo, hay que tener en cuenta la interdependencia entre el desarrollo afectivo, cognitivo y motor, y considerar al ser humano de forma integral, como una unidad biopsicosocial.
Palabras clave
● Adolescente ● Desarrollo cognitivo ● Desarrollo psicoafectivo ● Diagnóstico ● Enfermedad psiquiátrica ● Entrevista ● NiñoEn el artículo “La entrevista en salud mental infantojuvenil”1, publicado en el número 52 de esta revista, señalamos la necesidad de que el pediatra de Atención Primaria conozca los aspectos básicos del desarrollo psicoafectivo y cognitivo del niño, tanto para realizar una exploración de su salud mental como para proporcionar una intervención adecuada. Dada la magnitud del tema que nos ocupa, nos contentaremos con abordar los aspectos más básicos del desarrollo emocional y cognitivo del niño. Remitimos al lector interesado en profundizar en dichos aspectos a los textos específicos señalados en la bibliografía.
Para entender el desarrollo del niño, hay que tener en cuenta la interdependencia entre el desarrollo afectivo, cognitivo y motor, y considerar al ser humano de forma integral, como una unidad biopsicosocial.
El niño va madurando progresivamente desde el nacimiento a la adolescencia y desplegando capacidades cognitivas y motoras. Paralelamente, va organizando un aparato psíquico y a lo largo de diferentes etapas tendrá que gestionar el mundo afectivo-relacional. En el transcurso desde el nacimiento hasta la muerte se van a ir sucediendo unos hitos fundamentales en el desarrollo de la persona.
Partimos de que el desarrollo es un proceso dinámico y complejo que implica billones de interacciones a través de múltiples micro- (por ejemplo, sinapsis) y macrodominios (por ejemplo, interacciones madre-bebé). Estas interacciones dan como resultado la expresión única de un potencial genético individual2. Para una organización cerebral saludable, son necesarias experiencias interpersonales que proporcionen un patrón sincronizado con una intensidad adecuada. Así, son elementos fundamentales en el neurodesarrollo el nivel de estimulación, el tipo de apego proporcionado por la madre, los modelos de respuesta conductual a las demandas del niño, el nivel de estrés al que esté sometido el bebé, etc.3. Las experiencias adversas (negligencia en los cuidados, exposición prenatal a tóxicos...) interfieren en el neurodesarrollo creando patrones extremos y anormales de actividad neural y neurohormonal2.
Los procesos de desarrollo neuronal (sinaptogénesis) van a ser más activos en diferentes partes del cerebro en distintos momentos y, por tanto, también serán más sensibles a las experiencias organizadoras o disruptivas en esos momentos (es diferente el impacto de una experiencia traumática a los 18 meses que a los 5 años)2.
Como vemos, el desarrollo del niño es fruto de la interacción entre los genes y el ambiente. El entorno ejerce su influencia a través de distintos niveles. La organización vincular que se establece precozmente entre la madre (o cuidador principal) y el niño va a tener una influencia fundamental en el desarrollo, pero también la estructura familiar y el entorno sociocultural influirán directa o indirectamente en el mismo.
El comienzo de la vida del bebé ocurre en la mente de los padres, antes de su nacimiento. Los padres crean un sentido para la existencia del niño que influirá en su relación con él4. Tras el nacimiento, el recién nacido está expuesto a múltiples estímulos externos e internos, que la madre tendrá que modular para responder a las necesidades y capacidades de su bebé. Desde el nacimiento, los niños muestran constitucionalmente diferencias individuales en cuanto a su umbral de respuesta a los estímulos, intensidad de la reacción, ritmicidad, nivel de actividad, distractibilidad, etc.5, por lo que los cuidados maternos deberían adecuarse a las características constitucionales del niño.
A través de la función de filtro y elaboración que la madre proporciona al niño, este va adquiriendo paulatinamente una comprensión de sus propios estados internos, a la vez que comienza a poder regularlos. Las experiencias sensoriales se convertirán en percepciones y después en representaciones. Si el cuidador no cumple esta función reguladora/mentalizadora de modo adecuado, el niño experimentará diversas perturbaciones, como la vivencia ulterior de que sus sentimientos son confusos y difíciles de regular. En los casos más graves, aparecerán más tarde dificultades para diferenciar la fantasía de la realidad, y la realidad psíquica de la física6.
Bowlby7,8 planteó que el ser humano desarrolla desde el nacimiento toda una serie de conductas de apego (llanto, sonrisa, vocalizaciones, conductas de seguimiento…) cuyo fin es mantener la proximidad con el cuidador. Al principio, las conductas de apego no se dirigen a ninguna persona en concreto, pero posteriormente el bebé discrimina unas personas de otras y las dirige diferenciadamente. La figura de apego se utiliza como una base segura para explorar el entorno y como refugio en momentos de tristeza, temor o malestar.
El establecimiento del apego permite no solo que el niño discrimine a partir de un momento de su desarrollo a familiares y extraños, sino también que disponga de una representación interna de sus figuras de apego como disponibles, pero separadas de sí mismo, pudiendo evocarlas en cualquier circunstancia9.
Paulatinamente, el niño va desarrollando expectación de regularidad en lo que le ocurre y va pudiendo organizar modelos representacionales de su entorno físico, de sus figuras de apego y de sí mismo.
Los estudios en relación a la teoría del apego muestran que el tipo de apego desarrollado en los primeros años va a influir en la futura vida emocional y en la salud mental de los individuos.
Se han descrito varios modelos de apego: seguro, ansioso-evitativo, ansioso-resistente (o ambivalente) y desorganizado, y se ha constatado que hay evidencia de su estabilidad10.
El apego seguro es interpretado como un modelo de funcionamiento interno caracterizado por la confianza con el cuidador, cuya presencia conforta. En su presencia, el niño es capaz de explorar el entorno. Ante la separación, el niño protesta pero puede mantener la exploración y se reencuentra con la figura de apego con alivio, confortándose fácilmente. Se ha visto que el apego seguro facilita el desarrollo de la capacidad de mentalización11. Además, los niños con apego seguro son más confiados y orientados socialmente, más empáticos y establecen relaciones más profundas11.
Algunos estudios12,13 concluyen que las madres de niños con apego seguro son más accesibles, positivas y sensibles en sus respuestas a las demandas afectivas del niño que aquellas de niños con apegos inseguros. Estas últimas, en general, responden menos sensiblemente a las señales y comunicación del niño en el primer año. Además, tardan más en consolar el llanto y presentan una relativa falta de ternura y afecto cuando sostienen al niño.
En el patrón de apego ansioso-evitativo, los niños no parecen verse afectados por las separaciones de la madre ni necesitar confort, y evitan o ignoran a la madre cuando se reúnen con ella. La evitación se establece como una maniobra defensiva (niegan la separación). El modelo representacional es rechazante. Este patrón de apego se ha correlacionado con frecuentes conductas de evitación, altos niveles de hostilidad e interacciones negativas con iguales14.
En el patrón ansioso-resistente o ambivalente, los niños se muestran cautelosos ante el extraño, reaccionan con gran ansiedad a las separaciones y buscan consuelo, aunque de forma ambivalente, en el reencuentro con la madre (quieren estar cerca de ella pero al mismo tiempo se muestran enfadados). Han construido un modelo representacional de una madre inconsistentemente accesible. No tienen la confianza de que la madre esté accesible, por eso protestan e, incluso cuando está, no esperan que la madre responda a sus señales. Posteriormente se presentan como niños inhibidos con dificultad en las relaciones sociales.
En el patrón de apego desorganizado15, los niños muestran conductas desorganizadas y confusas en el reencuentro. No presentan estrategias conductuales que liciten el confort ante el estrés. Este patrón de apego se ha correlacionado con altos niveles de agresividad y con conductas coercitivas y hostiles16. También con dificultades de atención y concentración y fracaso escolar9. Algunos autores17 lo relacionan con la personalidad borderline. Este patrón de apego es el que aparece de forma más frecuente en los niños víctimas de maltrato9.
En el apego evitativo y en el ansioso-ambivalente, los niños organizan su forma de comportarse con el fin de obtener una vivencia de cercanía con su figura de apego, inhibiéndose o reactivándose. Pero los niños con apego desorganizado tienen experiencias relacionales tempranas tan dolorosas y caóticas que ni siquiera pueden organizarse en responder de una forma regular y característica en su relación con los cuidadores9.
Más allá de las características de la organización vincular establecida entre el niño y los padres, este pertenece a un sistema familiar, con unas características particulares (estructura y dinámica familiar, etc.) que también van a tener su influencia en el desarrollo.
Por otra parte, hay distintas situaciones (separaciones de los padres, enfermedades, fallecimientos, pérdidas materiales, problemas económicos, marginalidad, migraciones, etc.) que pueden afectar al desarrollo del niño, al constituir una situación de estrés que compromete sus capacidades de adaptación y/o sobrepasar las capacidades de contención del medio sociofamiliar.
El estudio del desarrollo psicoafectivo se debe en su mayor parte a diversos autores, fundamentalmente psicoanalíticos (A. Freud, M. Mahler, M. Klein, D. Winnicott y otros), cuyas aportaciones hemos incluido en este artículo, aunque su conocimiento en profundidad trasciende nuestro propósito.
Consideramos que las aportaciones de Anna Freud18 constituyen un buen marco para comprender el desarrollo afectivo. Dicha autora concibió el desarrollo en términos de lo que denominó “líneas de desarrollo”. Una línea de desarrollo define una actividad que evoluciona de forma bastante regular a lo largo de los años, en diferentes etapas. De este modo, describe una línea básica de desarrollo que conduce desde la absoluta dependencia del recién nacido hacia los cuidados de la madre hasta la autonomía material y emocional del joven adulto. Esta línea aporta la base indispensable para la evaluación de la madurez o inmadurez emocional, la “normalidad” o “anormalidad” psicológica.
En general, cada nueva fase del desarrollo del niño conlleva una separación mayor de sus cuidadores y una pérdida de modelos de vivir y relacionarse más o menos difícilmente alcanzados. Esto supone un proceso difícil, ya que el crecimiento implica diferentes pérdidas (de roles, configuraciones, seguridades) y exige una mayor responsabilidad y autonomía.
Para aportar una visión global del desarrollo afectivo, podemos resumir los cambios que acontecen en la línea básica que va “desde la dependencia hasta la autonomía afectiva y las relaciones de tipo adulto”, de la forma que se describe a continuación:
Tras la relación fusional con la madre, propia de los primeros cuatro meses aproximadamente, el niño comienza paulatinamente a percibir de forma diferenciada a la madre, aunque establece una relación intermitente en función de sus imperiosas necesidades (hambre, frío, relación, etc.).
La incapacidad de la madre (estructural o conyuntural por separaciones, enfermedades, etc.) para satisfacer de forma estable las necesidades del niño, determinará trastornos en el proceso de individuación o manifestaciones carenciales (trastornos psicosomáticos, trastornos funcionales, incluso repliegue y pérdida de hitos del desarrollo) y puede dar lugar a que prevalezcan ansiedades de separación más allá de las propias del desarrollo normal.
En torno a los 2-3 años, la adquisición de la constancia objetal permite el mantenimiento de una imagen interna y positiva de la madre, independiente de la satisfacción o no de las necesidades. En esta misma etapa, la adquisición del “no” (que expresa el reconocimiento del niño en su identidad separada de la madre) inaugura una fase de ambivalencia hacia la madre con necesidad de control y dominio. La siguiente etapa (3-5 años) se caracteriza por una actitud posesiva hacia el progenitor del sexo contrario y celos por rivalidad hacia el progenitor del mismo sexo, tendencia a proteger, curiosidad, deseo de ser admirado y actitudes exhibicionistas. La resolución de esta etapa supone el comienzo de las relaciones mutuas.
El periodo de latencia coincide aproximadamente con el comienzo de la escolarización primaria (seis años) y se caracteriza por la transferencia del interés desde las figuras parentales hacia los compañeros y maestros. Si no se ha alcanzado satisfactoriamente esta fase, no se puede esperar que el niño se integre completamente en un grupo, lo que tendrá gran importancia en la adaptación escolar. El inicio de la adolescencia hará al niño retornar a conductas anteriores, lo que se traducirá en la pérdida de logros que parecían ya adquiridos (cierto orden, limpieza, etc.) y en una relación ambivalente hacia sus progenitores. La adolescencia abocará al establecimiento de una identidad adulta.
Además de esta línea principal, se pueden observar otras líneas similares de desarrollo que trazan el crecimiento gradual del niño desde las actitudes dependientes, irracionales y determinadas por los instintos, hacia un mayor control del mundo interno y externo por el “Yo”. Estas líneas son las que conducen a la adquisición de una actitud racional ante la alimentación, el control de esfínteres, el autocuidado del propio cuerpo, el desarrollo de sentimientos de empatía y compañerismo, etc.18.
En las líneas de desarrollo se pueden presentar retrasos, regresiones y disarmonías que no siempre tienen un carácter patológico. La falta moderada de armonía expresa las innumerables diferencias entre los individuos desde edades tempranas18.
Las regresiones ocasionales a una conducta más infantil deben ser aceptadas como normales. Ocurren comúnmente en situaciones en las que el control está disminuido: cuando los niños tienen sueño o están cansados (desorganización en forma de cambios de humor, exigencias, etc.) o en situaciones de estrés (la enfermedad es una causa típica de regresión). Por otra parte, las regresiones también pueden ocurrir con una finalidad defensiva. A medida que el niño crece, la mayor toma de conciencia del mundo interno y externo le obliga a entrar en contacto con muchos aspectos dolorosos. En este sentido, las regresiones son procesos normales que constituyen respuestas útiles frente a las tensiones de un determinado momento, que de otro modo podrían resultarle intolerables18.
A continuación se describen de forma más precisa los hitos del desarrollo; teniendo en cuenta que es un proceso continuo, solo se separan las edades de manera didáctica.
Siguiendo a Margaret Mahler19, podemos decir que el nacimiento biológico del niño y el nacimiento psicológico no coinciden en el tiempo. El último es un proceso intrapsíquico de lento desarrollo. Mahler denomina al nacimiento psicológico del individuo “proceso de separación-individuación”. Los principales logros psicológicos de este proceso ocurren en el periodo que va del cuarto o el quinto mes a los 30-36 meses de vida, lapso que denomina “fase de separación-individuación", aunque se trata de un proceso continuo que nunca puede darse por concluido.
La fase de separación-individuación se caracteriza por un continuo aumento de la conciencia de separación del “sí-mismo” y del “otro”, y de la conciencia de una realidad existente en el mundo exterior.
Los precursores del proceso de separación-individuación son la fase autística normal y la fase simbiótica normal, que son estadios de no diferenciación.
La fase autística abarca las primeras semanas de vida, durante las cuales el neonato parece ser un organismo casi puramente biológico, con respuestas reflejas cuyo fin es mantener la homeostasis. El bebé pasa casi todo el tiempo en un estado entre el sueño y la vigilia. Se despierta por las tensiones provocadas por necesidades biológicas no satisfechas: hambre, frío, dolor, etc. No hay discriminación entre dentro y fuera. La satisfacción de necesidades no se percibe como proveniente del exterior y no hay conciencia de que exista un agente maternante20.
La fase simbiótica normal se extiende entre el segundo y el quinto mes de vida. El Yo rudimentario del bebé aún no puede organizar los estímulos internos y externos para asegurar su supervivencia. La vinculación entre la madre y el bebé es lo que complementa el Yo indiferenciado del niño19. La simbiosis se refiere a este estadio de interdependencia entre el bebé y su madre, un estado de satisfacción de necesidades, en el cual aún no se han diferenciado las representaciones intrapsíquicas del sí-mismo y de la madre. Desde el segundo mes, el bebé funciona como si él y su madre fueran una unidad dual omnipotente dentro de un límite único y común (la “membrana simbiótica”)19.
Paulatinamente, el niño va a estar más receptivo a los estímulos del ambiente y no solo a sus propias sensaciones corporales. Va descubriendo e interesándose por el mundo de “lo otro que no es la madre”, abandonando la simbiosis.
La fase de separación-individuación se extiende, aproximadamente, desde los cinco meses hasta los dos años y medio. El niño muestra una capacidad creciente de reconocer a su madre como una persona especial, de inspeccionar el mundo no materno y de apartarse gradualmente de la madre. La separación le conduce a la conciencia intrapsíquica de la misma, y la individuación, a la adquisición de una individualidad distinta y única19.
Se describen cuatro subfases del proceso de separación-individuación20:
En resumen, en la primera infancia hay que resaltar que, durante los primeros seis meses de vida, lo fundamental es el establecimiento de un contacto próximo entre la madre y el niño: físicamente, la madre, mediante sus cuidados, va a aportar el contacto cálido y estimulante que el bebé necesita, y psíquicamente, el aparato psíquico de la madre va a complementar el aparato psíquico indiferenciado del niño. La madre capta y da sentido a las señales emitidas por el niño (expresiones corporales, llantos, balbuceos…), trasformando las experiencias fisiológicas del lactante en experiencias psíquicas22. La madre pronto atribuye un sentido comunicativo a las conductas del bebé, lo que promueve a su vez la comunicación en el niño.
El desarrollo afectivo normal en los primeros meses supone la instauración de la organización vincular, que se reflejará en el ajuste postural entre la madre y el bebé, el intercambio de miradas, sonrisas, patrones de sueño y alimentación, etc. De todas las interacciones que la madre y el bebé tienen en esta etapa, la modalidad preferencial de intercambio en el bebé es la manifestación oral. Durante los primeros dos años, la conducta oroalimenticia acapara un gran interés por parte del niño. El niño siente placer comiendo y llevándose objetos a la boca (chuparse el dedo, chupete, morder…).
Como hemos explicado, antes de la mitad del primer año de vida, la madre y el niño comienzan a separarse de manera progresiva y parcial de la simbiosis primitiva. El niño, paulatinamente, se va percibiendo como persona distinta, al mismo tiempo que reconoce al “otro”, sobre todo a su madre, como una persona separada de él y comienza a desplazar la atención a otras personas y objetos. Esta diferenciación ocurre porque la madre, inevitablemente, va a someter al niño a experiencias de frustración y desilusión, pues no siempre va a poder satisfacer todas las necesidades del niño de forma omnipotente. Winnicott23 llama a esta madre “común”, “madre suficientemente buena”. Las experiencias de frustración y desilusión permiten, a medida que se va destacando la figura materna (y, por tanto, sacándole de la simbiosis), que el niño perciba que no siempre hay coincidencia entre sus deseos y necesidades y los de la madre. Esto tiene una importancia crucial en el desarrollo, pues va a activar la intencionalidad en la comunicación (primero a través de la acción y posteriormente del gesto, que abocará en el lenguaje) por parte del niño.
La intencionalidad interactiva y la reciprocidad se inician entre los cuatro y los diez meses de vida. El niño utiliza gestos (echar los brazos, señalar un objeto de interés…) y demostraciones de afecto para iniciar “comunicaciones” recíprocas. Las conductas de atención conjunta (gesto protodeclarativo, seguimiento de la mirada) surgen a partir de los 9-14 meses y suponen la convergencia de la atención del niño y su madre en el mismo suceso o interés24. Si el niño no encuentra reciprocidad en su iniciativa, va a tener consecuencias en el desarrollo de la comunicación.
El reconocimiento de la madre como una persona separada conlleva a la emergencia de la angustia de separación. Aproximadamente en el octavo mes de vida aparece esta angustia que se manifiesta por la aflicción y el llanto del niño cuando está en presencia de un extraño y cuando su madre se aleja (Spitz25 calificó esta angustia ante el extraño como segundo organizador psíquico). Testimonia la capacidad del niño para diferenciar a su madre e indica que se ha establecido un buen vínculo madre-hijo.
En torno al año de vida, el comienzo de la deambulación y del inicio del desarrollo del lenguaje verbal abren al niño un mundo de posibilidades: acercarse y alejarse, afirmarse y relacionarse.
El siguiente momento clave, en torno a los dos años y medio, estaría marcado por la adquisición del control de esfínteres y correlativamente la adquisición del “no”, junto con el desarrollo del lenguaje expresivo y el juego simbólico. También aumenta el interés por los iguales y progresa la socialización.
El niño deberá aprender, bajo la presión del ambiente, a controlar los esfínteres; para él, esta es una ocasión de ejercer poder, ahora que ya se ha descubierto como una personita con una identidad propia y que la adquisición del “no” le permite afirmar. El “no” (tercer organizador psíquico25) supone una completa distinción entre el niño y los demás. Someterse al “no” del otro para después realizar el mismo gesto es una fuente de placer comparable a la del juego22.
En esta etapa, el niño va a tomar conciencia de lo que está en el interior y en el exterior (expulsar-retener, interés por los juegos de vaciar y llenar), adquiriendo al mismo tiempo la posibilidad de dar o guardar, de ceder ante la demanda del entorno o de oponerse a ella.
El niño aumenta su oposición ante cualquier interferencia relacionada con sus emociones. La zona anal y los productos de la evacuación pasan ahora a adquirir “interés”. La suciedad y el desorden le proporcionan gran placer, así como en el deseo de acumular, dominar, poseer, destruir. El control de esfínteres adquiere un valor relacional. Al considerar los productos de la evacuación como objetos preciosos, pueden adquirir el significado de un regalo que ofrece a la madre (o adultos representativos), en el momento y la forma que se le solicita, o guardárselo para él y emitir las deposiciones a su gusto como un medio de descargar las desilusiones, la rabia y la agresión en las relaciones. Si la madre o los cuidadores son sensibles a las necesidades del niño, podrán mediar hábilmente entre las exigencias higiénicas del medio y las tendencias opuestas del niño, y el control de esfínteres progresará sin trastornos. Si, por el contrario, se impone el control de manera severa y sin concesiones, ello dará origen al comienzo de una batalla en la que el niño está tan determinado a defender su derecho a evacuar cuando lo desee como la madre a entrenarlo18.
Finalmente, el niño acepta e incorpora las actitudes de la madre, convirtiéndolas en una parte integral de sí mismo. No obstante, hasta después de los 5-6 años el control de esfínteres todavía es un control vulnerable, pues depende de la estabilidad de las relaciones positivas del niño y de lo que le da seguridad (por ejemplo, no quieren defecar en lugares extraños). Un niño que está desilusionado con su madre o separado de ella, o que sufre cualquier forma de pérdida relacional, puede no solo perder la apetencia internalizada de estar limpio, sino tabién reactivar el empleo agresivo de la incontinencia18.
En correspondencia, el mundo relacional del niño en torno a los dos años está dominado por la ambivalencia (violentas fluctuaciones entre el amor y el odio). Son frecuentes las “pataletas” y enfados ante mínimas frustraciones, que los padres pueden vivir con gran desconcierto.
El hito fundamental de esta etapa es la adquisición de la constancia objetal. El niño conserva imágenes internas de la madre, por lo que puede tolerar su ausencia, la puede esperar. A partir de ahora puede aprender a tolerar la separación y la frustración. La actividad simbólica permite la verdadera entrada del niño en el universo social de la lengua y la cultura, que constituirán en adelante la influencia dominante.
Si el desarrollo afectivo ha trascurrido con normalidad, siguiendo a F. Cabaleiro26, podemos decir que el niño “ha zanjado una etapa que le permite sentirse una pequeña personita con autosuficiencia motriz, lingüística y sobre todo con un mundo interno con representaciones, escenarios y símbolos, que van adquiriendo mayor consistencia en la medida que juega y sueña, despierto y dormido. Dramatiza la realidad y ahora se encuentra en forma para afrontar cuestiones, esbozadas en su mente, pero que eludía. Prefería pensar que el mundo se componía de grandes y pequeños (diferenciación de generaciones), pero ahora empieza a plantearse en serio la diferenciación de sexos. No es una investigación científica, es una investigación con pensamiento mágico, pensamiento en el que todo es posible, los principios de la realidad no son tenidos en cuenta, el mundo de los deseos planea sobre todo”.
El descubrimiento de la diferencia de los sexos se va a manifestar en el niño como un interés y curiosidad por las diferencias de género (genitales, fuerza física, vestimenta, etc.). La toma de conciencia de que los padres participan de una relación de la que él está excluido le llevará a tratar de separarles “metiéndose en medio” de la relación, pero no tardará en descubrir que papá y mamá tienen un arsenal de atributos y que él está muy poco armado26.
El conflicto edípico se manifiesta en el empeño por parte del niño de mantener una relación exclusiva con cada uno de sus progenitores, negando que estos tienen entre sí un tipo de relación afectiva de la que él no puede participar. En el caso del varón, el interés mayor por mantener esta exclusividad se centrará en la relación con la madre, y viceversa en el caso de la niña.
La realidad hace al niño renunciar a sus deseos edípicos. El papel de los padres es fundamental para facilitar la salida de esta fase pudiendo tolerar la exclusión. La ayuda de los padres, además de su presencia tranquilizadora y de sus intercambios afectuosos, consiste en preservar la vida íntima de la pareja en la inaccesibilidad al conocimiento y al control por parte de los hijos26.
Paulatinamente, la energía que estaba dirigida a rivalizar con el padre del mismo sexo, se dirige ahora a identificarse con él. Se renuncia al “deseo de tener” por el deseo de “poder ser como”. Los padres constituyen un modelo a imitar y por tanto una referencia. También la identificación con los padres hace que se interioricen las prohibiciones y normas. Se formará la conciencia moral, aparecerá la culpa. La estima de sí mismo no dependerá tanto de la aprobación o rechazo por parte de los padres, sino más bien del sentimiento interior de haber hecho o no lo que era correcto22. Ahora, más que escuchar su impulso interno, el niño va a buscar la adaptación al medio (por ejemplo, ahora quiere tener el juguete del otro para ser como el otro, y no para rivalizar con él).
El proceso que concluye con la aceptación de “un tercero” y que acaba con la creencia de exclusividad en las relaciones afectivas con sus progenitores es fundamental en la estructuración adecuada de la personalidad. El principio de realidad ya se ha impuesto al principio de placer, el pensamiento mágico y los deseos omnipotentes se someten poco a poco a la “tozuda” realidad; de esta forma, el niño puede afrontar, entre otras cosas, la imposición que supone la introducción al mundo de la cultura, los aprendizajes reglados.
En el desarrollo afectivo del niño, el comienzo de la escolarización primaria coincide más o menos con el inicio del periodo de latencia, que supone un cierto desplazamiento del interés cuasi exclusivo por los padres y familiares al aprendizaje y a las relaciones extrafamiliares (compañeros, profesores, etc.). La adaptación al grupo adquiere gran importancia. En la relación con sus iguales, no solo existe la competición, sino también la colaboración. Hay una mayor conciencia de sí mismo, por lo que comienza a preocuparse de la impresión que produce en los demás (son frecuentes las sensaciones de ridículo)22.
La identificación con los padres y figuras representativas de su entorno le ha conducido a interiorizar las normas y su curiosidad se centra ahora en el deseo de aprender. El correcto acceso a esta etapa coloca al niño en disposición para centrarse en los aprendizajes. La curiosidad por aprender supone confrontarse con la separación y con la rivalidad (e implica pérdida de la omnipotencia, “no lo puedo todo, no lo sé todo, necesito del otro”).
La tarea fundamental durante la latencia es la adquisición de los conocimientos necesarios para la lucha por la vida en todos sus planos. Durante todo este periodo es característico el desarrollo cognitivo y motriz, así como el fortalecimiento del “principio de realidad”. Se adquieren conceptos fundamentales como el de conservación, se elabora el concepto de muerte y se adquiere la capacidad para situarse en el espacio y en el tiempo.
Durante la latencia, la satisfacción obtenida de la actividad lúdica va dejando cada vez más lugar a la satisfacción por el producto final de las actividades (el placer por la tarea cumplida, el problema resuelto...)18.
El estado de “calma” de la latencia no dura mucho. En la pubertad, con el comienzo del desarrollo de los caracteres sexuales secundarios, aumentan los impulsos libidinales y agresivos, y hay un retorno a conductas y modos de relación característicos de fases anteriores del desarrollo. En concreto, es típico el retorno a una relación intermitente con los adultos significativos, que se establece en función de la satisfacción de las necesidades o deseos. Además, hay un retorno al establecimiento de relaciones ambivalentes y de control y dominio del otro18.
En la pubertad, los impulsos se intensifican dando lugar a conductas descontroladas (voracidad, suciedad, desorden e incluso exhibicionismo y crueldad). Debido a esta intensidad pulsional creciente, los mecanismos de defensa y adaptación del Yo se van debilitando18.
Las personas admiradas sirven como nuevos ejemplos y van relevando a las representaciones parentales, que se van desidealizando. Tarde o temprano, aparecerán la decepción y el desencanto. Los padres son sometidos a una crítica creciente, en ocasiones cercana al desprecio. Este debilitamiento de la autoridad parental provoca con frecuencia malestar en los padres y educadores. Pero el niño sufre más que su entorno por todos estos cambios en su mundo interno y necesita más comprensión y ayuda, que reproches y castigos18. A menudo, esta conflictiva es exteriorizada en el medio escolar o ante otros adultos significativos.
Si el desarrollo ha transcurrido con dificultades, el desbordamiento de las capacidades adaptativas del niño puede dar lugar a la aparición de síntomas (ansiedad, fracaso escolar, etc.).
El entorno familiar, las influencias del grupo de iguales o las interacciones con personas significativas van a influir en la contención de las ansiedades que se movilizan en esta etapa.
Se puede diferenciar la pubertad, referida a los cambios somáticos, de la adolescencia, que alude a un fenómeno más complejo, pues aboca en la adquisición de un estatus social, profesional y familiar autónomo. La edad de inicio la pubertad está mucho mejor definida que la de la adolescencia, ya que se caracteriza por modificaciones visibles, mientras que el inicio de la adolescencia depende de factores individuales, sociales, culturales, etc.
La adolescencia supone la reactivación de los conflictos infantiles con las figuras parentales. Los padres (y adultos significativos) van a tener que aceptar el cambio del vínculo con la familia y la sexualidad emergente, y ayudar al adolescente en su transición a la vida adulta. Sin embargo, es frecuente que el mundo de los adultos se conmocione ante las fluctuaciones imprevistas del adolescente y que reaparezcan en el adulto ansiedades que había logrado controlar.
Algunos autores27,28 consideran que la adolescencia recapitula la infancia y que la manera en que una persona ha de atravesar la adolescencia está en gran medida determinada por la modalidad de su desarrollo infantil. Las dificultades que permanecen sin resolver o sin detectar en las fases tempranas del desarrollo encuentran su modo de emerger durante la adolescencia.
La adolescencia es la etapa de la vida durante la cual se persigue el establecimiento de una identidad adulta. Para ello, el adolescente, debe desprenderse de su mundo infantil, en el que vivía cómodamente en relación de dependencia, con necesidades básicas satisfechas y roles claramente establecidos.
La adolescencia supone una serie de pérdidas. Fundamentalmente, el adolescente debe realizar tres duelos29:
El turbulento proceso de desidealización de los padres se alterna con vínculos idealizados. El adolescente fluctúa entre la dependencia y la independencia extremas, entre el impulso a la separación y la defensa que impone el temor a la pérdida de lo conocido. A veces, padres e hijos tienen los mismos deseos ambiguos: ambas partes están a favor de que el adolescente vaya haciéndose independiente y ambas partes quieren también que la dependencia se mantenga. Desde la función parental es fundamental poder tolerar el cuestionamiento e imaginar un hijo desprendido y autónomo para que el adolescente pueda construir su propia identidad.
El desarrollo cognitivo tiene su correlato en el desarrollo afectivo del niño.
Piaget habló de la inteligencia como una forma de adaptación del individuo al ambiente. El elemento básico de la teoría del desarrollo cognitivo de Piaget es el “esquema”, que consiste en un patrón de respuesta a un estímulo particular procedente del entorno. El esquema se vuelve más complejo a medida que el niño reacciona a (y actúa sobre) un espectro más amplio de estímulos del entorno. Por ejemplo, cuando el niño se pone el pulgar en la boca, el esquema de mamar evocado por un pezón se amplia de forma gradual para incluir este estímulo nuevo y similar (el pulgar). Se dice que el nuevo objeto (el pulgar) es “asimilado” al esquema original. Al mismo tiempo, la conducta de mamar debe ser modificada, puesto que el pulgar es diferente del pezón en forma, sabor, etc. Este acto de modificación que Piaget llamó “acomodación” se resuelve en un nuevo equilibrio. Ambos procesos, asimilación y acomodación, progresan con una complejidad siempre creciente30.
Piaget dividió la secuencia del desarrollo cognitivo en estadios o periodos.
Durante este periodo, el niño va a ir recorriendo un camino en el que se va a dar cuenta de que posee una identidad, que los objetos son independientes de él y que forma parte de un mundo más grande.
Piaget31 describe una primera fase adualística en la que el niño no se interesa por un objeto, más que en función de su deseo inmediato. No puede distinguir los objetos del mundo exterior de los objetos interiores de su psiquismo. En la siguiente etapa (fase de permanencia parcial del objeto), el objeto se distingue del deseo inmediato del niño. La coordinación óculo-manual (quinto mes) le permite una percepción distinta del objeto, que le ayuda a diferenciarse31. Pero el objeto no puede aún ser representado en su mente, solo existe y lo busca si está en los límites de su campo perceptivo. En una tercera etapa, al final de este periodo (fase de permanencia del objeto) el niño es capaz de ir combinando varios esquemas sensoriomotores entre ellos, lo que acabará permitiéndole que la representación del objeto esté en su cabeza, aunque no esté ante su vista.
Al final de este periodo, el niño tiene una conciencia elemental de sí mismo, del Yo corporal, insertado en un contexto espacio-temporal y con posibilidades de interiorizar lo vivido. Posee una rudimentaria comprensión del espacio (por todas las experiencias propias de arrastrarse, trepar, andar...), del tiempo (alrededor de todos los acontecimientos cotidianos repetidos) y de las relaciones causales (a partir de sus experiencias, “si hago esto sucede aquello”)32.
En este periodo, el niño adquiere gradualmente la capacidad de manejar el mundo y razonar de manera simbólica o mediante representaciones en lugar de hacerlo solo de manera motora, como en el periodo precedente, cuando el niño estaba limitado a la persecución de metas concretas a través de la acción30.
La representación mental da acceso a la función simbólica, o a lo que Piaget llama “la función semiótica”, que señala un cambio fundamental en la organización intelectual del niño. El pensamiento sensoriomotriz se mantendrá en paralelo con la nueva actividad simbólica32.
Gracias a la interiorización, podrá separarse de la percepción inmediata y diferir la acción para “pensar”. El niño pasa a representarse su acción mentalmente y a utilizar manifestaciones simbólicas para interactuar con el entorno. Comienza a hablar, a imitar en ausencia del modelo, a recordar algo sin necesidad de verlo. El juego simbólico testimonia esa profunda transformación de la forma de pensar del niño32.
A pesar de los avances, el pensamiento preoperacional presenta limitaciones cognitivas. El niño muestra un tipo de razonamiento intuitivo que se aproxima mucho al pensamiento primitivo. Es un pensamiento mágico (fuera de las leyes de la lógica) y preconceptual (sus representaciones no presentan ni generalidad ni individualidad), muy ligado a la experiencia corporal y marcado por el egocentrismo (es incapaz de considerar otras perspectivas que no sean la suya), la centración (centran la atención en un solo atributo del objeto o hecho, ignorando el resto), la irreversibilidad (el pensamiento sigue una sola dirección, no es capaz de regresar al punto de origen) y el animismo (otorga a los objetos y hechos que le rodean vida, emociones y conciencia).
Su representación mental es estática, caracterizada por una fuerte rigidez que le impide movilizar su razonamiento. Además, el niño vive bajo el imperio del todo o nada. Se produce una confusión entre el todo y la parte (por ejemplo, si se hace una pequeña herida puede experimentar un gran temor a la destrucción total).
Los juicios del niño están dominados por sus percepciones de acontecimientos, objetos y experiencias (basa sus juicios en el aspecto perceptual y no en la realidad)30. La subjetividad e incapacidad para considerar el punto de vista de los otros va a repercutir en su comportamiento y le va a acarrear muchos conflictos en sus interacciones32.
Es importante tener en cuenta que el punto de vista egocentrista que caracteriza las relaciones del niño hace que las preocupaciones de la madre (o figura significativa) –interés por otros miembros de la familia, por el trabajo, sus enfermedades, ausencias, etc.– se trasformen para el niño en experiencias de rechazo y abandono. Por el mismo motivo, el nacimiento de un hermano puede interpretarse como una infidelidad por parte de los padres o como una expresión de la falta de satisfacción de sus padres hacia el propio niño; en resumen, como un acto hostil al cual el niño responde a su vez con hostilidad y desilusión que puede expresar a través de actitudes exigentes o de un retraimiento emocional18.
Paulatinamente, a lo largo de este periodo se produce una acomodación creciente a la realidad (porque la evidencia contraría su razonamiento) y las limitaciones del pensamiento preconceptual van desapareciendo. Los intereses, percepciones y puntos de vista del niño se hacen menos egocéntricos, se descentran de manera progresiva. El descentramiento se produce en parte por la mayor implicación social del niño30. Las acciones mentales se van haciendo más flexibles y coordinadas entre sí. Se observa que el niño puede ir agrupando sus representaciones en un sistema interrelacionado32.
Los niños a esta edad no pueden comprender el espacio y el tiempo en su sentido abstracto, y ambas dimensiones están totalmente interrelacionadas. El tiempo se consume en movimiento y el movimiento consume espacio. Se aprecia el espacio cuando hay dentro de él movimiento y el movimiento tiene duración32.
A partir de los tres años comienza a desarrollarse un sentimiento del tiempo y de las relaciones espaciales, y con ello una mayor capacidad para tolerar la demora de la gratificación y para soportar la separación. Conceptos como “más tarde” o “mañana” se han vivenciado en relación con las idas y venidas de la madre, pero ahora pueden usarse como organizadores de la experiencia32.
En esta etapa, el niño ya no está ligado a la configuración percibida en un momento determinado y puede aplicar el razonamiento30. Empieza a utilizar las operaciones mentales y la lógica para reflexionar sobre los hechos y los objetos. Su pensamiento muestra mayor flexibilidad.
A partir de los 6-7 años, el niño es capaz de realizar acciones mentales interiorizadas (operaciones) que muestran ya un tipo de pensamiento lógico. Estas operaciones se ponen de manifiesto en la aparición de nociones como la conservación, la seriación y la clasificación, y tienen como rasgo principal su carácter reversible33.
En resumen, el paso de lo intuitivo a lo operatorio implica dos conquistas:
Las operaciones concretas están siempre ligadas a la acción, y el niño es incapaz de construir un discurso lógico a partir de proposiciones verbales independientes de su acción sobre los objetos. Finalmente, a partir de los 12-15 años, el adolescente va a ser ya capaz de un pensamiento lógico a partir de hipótesis formuladas verbalmente, liberándose de lo real y construyendo diferentes mundos posibles32. Ahora tiene la posibilidad de manipular las ideas en sí mismas en lugar de manipular los objetos, de hacer uso de hipótesis, experimentar, hacer deducciones y razonar de lo particular a lo general. Ya no esta atado a su entorno, se ha emancipado del mundo concreto30.
Este pensamiento es el característico de la ciencia y tiene como principal característica su carácter abstracto, formal32.
Los autores declaran no presentar conflictos de intereses en relación con la preparación y publicación de este artículo.
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