Vol. 11 - Num. 44
Medicina y Derecho
aDoctor en Derecho Público. Profesor de Deontología y Legislación Sanitaria. Facultad de Ciencias de la Salud. Universidad Rey Juan Carlos. Madrid. España.
Correspondencia: J Siso. Correo electrónico: paracelso.2000@gmail.com
Cómo citar este artículo: Siso Martín J. El médico, el paciente menor y los padres de éste. Un triángulo que debe ser amoroso. Rev Pediatr Aten Primaria. 2009;11:685-93.
Publicado en Internet: 31-12-2009 - Número de visitas: 8979
Resumen
La mayoría de edad en el terreno sanitario se alcanza a los 16 años. Se adquiere entonces la capacidad, con carácter general, para tomar decisiones autónomas. Entre los 12 y los 16 años, sin embargo, el menor puede tomar sus propias decisiones si reúne las condiciones de madurez suficientes. Mientras que no sucede una de las situaciones mencionadas, son los padres quienes sustituyen la voluntad del menor. Puede ocurrir, sin embargo, que los padres estén en desacuerdo respecto de la decisión que tomar en estas condiciones por la situación de desencuentro personal que viven. Conviene tener en cuenta que, en caso de separación o divorcio, uno de ellos tiene la custodia, pero ambos conservan, normalmente, la patria potestad y, por ello, los dos tienen el derecho y la obligación de cuidar la salud del menor, hijo común. Puede ocurrir también que el menor quiera tomar una decisión que es lesiva a sus intereses. El interés del menor es siempre preferente sobre cualquier otro en conflicto, y el médico puede tener que llegar a asumir el papel de defensor del menor, invocando, si es preciso, el auxilio judicial. El médico se encuentra en la difícil situación de decidir si atiende la voluntad del menor por creerle capaz por edad o madurez; si debe seguir la decisión de los padres y, en caso de desacuerdo entre ellos, a cuál ha de atender; o si, por último, a ninguno hace caso y, convirtiéndose en garante de la salud del menor, ha de acudir a la justicia. El papel que asume el médico en estos casos resulta cualquier cosa menos fácil.
Palabras clave
● Auxilio judicial ● Interés del menor ● Médico defensor ● Menor maduro ● Padres divorciados ● Patria potestadVoy a abordar el tratamiento de un asunto de notable complejidad y múltiples facetas, como es la atención médica a los menores. Centraré el análisis en un aspecto singular de éste: concretamente, la concurrencia de los padres del menor y la posibilidad de desacuerdo entre ellos. Yo lo voy a complicar más aún, ya verán.
En el escenario sanitario es habitual la presencia de dos actores: el profesional sanitario y la persona a quien éste atiende: médico y paciente respectivamente. La relación entre estas dos personas es compleja. Quien tiene el problema (de salud) carece del conocimiento para solucionarlo, o para tratar de hacerlo al menos. Quien posee, por su parte, la ciencia para tales conductas no vive el problema. Ambos se necesitan mutuamente, en una simbiosis que los lleve a completar, cada uno con la aportación del otro, la parte de la relación que les corresponde. Es la diaria vivencia, el quehacer cotidiano del médico: atender y entender al paciente en ese feedback continuo de la relación asistencial para hacerla fructífera para ambas partes.
Esta relación a dos bandas resulta compleja, pero además se complica considerablemente cuando el paciente que atender es un menor. Entran en juego, entonces, consideraciones legales, éticas, deontológicas, etc., acerca de cuál ha de ser el papel que le corresponde jugar al menor. Puede ser considerado como un adulto a todos los efectos o como un incapaz en su sentido integral. Cualquiera de los dos extremos es fácil. Entenderemos que debe ser situado en el primero cuando ha cumplido su mayoría de edad sanitaria, con carácter general; y en el segundo cuando se trate de un niño, en el sentido biológico y emocional de la palabra. La complicación aparece si el menor se encuentra en ese nebuloso terreno, en esa tierra fronteriza del llamado menor maduro, en la compleja edad de la adolescencia. El facultativo se empleará en el difícil juego de las siete y media. Aquel en el que te pasas o no llegas. Reconocer autonomía o negársela al menor bajo criterios y parámetros siempre resbaladizos.
Pero en este escenario, bajo el redoble del tambor y al grito del ¡más difícil todavía!, aparecen los padres, a quienes no se puede ignorar, ¿o sí? Si los informo sin deber hacerlo, estoy violando la confidencialidad que le debo al menor; y si callo debiendo informar, incumplo el deber asistencial básico de la información. ¿Es posible complicar más las cosas? Siempre es posible. Imaginemos que hay desacuerdo entre los padres respecto del abordaje de ese asunto sanitario que afecta a su hijo, o que, estando de acuerdo los padres, la disconformidad parte del menor respecto del criterio de sus progenitores. La complicación alcanza la cumbre si esos padres ni siquiera se relacionan en su vida diaria, viven separados e incluso están divorciados. ¿Cuáles han de ser las consideraciones de partida del profesional sanitario en estas situaciones? ¿Qué criterios ha de tener en cuenta? ¿Qué límites habrá de atender y cuáles ignorar en su actuación? ¿Podrá, en caso necesario, demandar auxilio de alguien?, ¿de quién?, ¿cómo? Tomemos un poco de aire y entremos ya en ello.
Dejando aparte la posibilidad de tener delante un matrimonio, o pareja de hecho, que siguen un régimen ordinario de convivencia, voy a referirme a aquellos otros casos en los que, mediando un vínculo matrimonial previo, no se da dicha convivencia, pues el mencionado vínculo se encuentra temporalmente suspendido o roto. Vamos a aclarar los conceptos desde la perspectiva jurídica.
Supone que los miembros de la pareja viven en domicilios distintos, pero manteniendo el vínculo matrimonial. Puede tratarse de una separación de hecho (sin intervención judicial alguna), que no tiene efectos jurídicos, o separación de derecho, que sí los tiene y ha de ser autorizada por el juez. A su vez, el tribunal puede determinarla recogiendo el mutuo acuerdo de los cónyuges o dictando sentencia, precisamente ante el desacuerdo. En cualquier caso, no es posible contraer matrimonio nuevamente en esta situación por la pervivencia del vínculo, como he apuntado con anterioridad.
Hay ruptura de la convivencia, así como del vínculo legal que unía a la pareja, pudiendo ambos, en este caso, contraer matrimonio de nuevo. Puede haber un convenio regulador previo que fije las condiciones de la ruptura o, en caso de no haberlo, se dicta resolución judicial con medidas en ese sentido. Rige siempre el principio de autonomía de las partes, pero si no se ha puesto en marcha la posibilidad de acuerdo, la solución viene por el camino judicial.
Tras este apunte vamos a ver qué consecuencias producen estas situaciones respecto de los hijos, en las diversas figuras jurídicas que a ellos se refieren.
Comprende un amplio abanico de derechos y deberes respecto de los hijos: alimentación, educación, cuidado, representación legal y administración de sus intereses. Con anterioridad a la modificación del Código Civil sólo la tenía el padre, si bien, actualmente, es ejercida por ambos, pudiendo alguno de los progenitores, o ambos, ser privados de ella en casos especiales (abusos sexuales, grave desatención del deber de cuidado, etc.). Deberá ser ejercida de mutuo acuerdo por ambos padres y, en caso de inexistencia de esta sintonía, la decisión le corresponde al juez en interés del menor.
En el terreno que ahora nos interesa, de la separación o del divorcio, se sigue manteniendo, normalmente en ambos supuestos, la patria potestad de forma compartida, salvo circunstancias especiales que obliguen a retirarla a alguno de los padres. El problema reside en que, en estos casos, habitualmente no se dan las condiciones de sintonía necesarias entre los miembros de la pareja, que incluso utilizan al menor como moneda de cambio o arma arrojadiza.
Es la facultad de prestar al menor los cuidados que precisa conviviendo con él. La poseen ambos miembros de la pareja en convivencia, igual que la patria potestad. En la separación y el divorcio, sin embargo, se atribuye la custodia a uno de los padres y éste será el encargado socialmente y el responsable ante la ley de atenderle en sus necesidades de la vida diaria: alimentarle, vestirle, educarle, llevarle al colegio o al médico.
Por tanto, en una situación legal ordinaria, en separación o divorcio, uno de los cónyuges convive con el menor y, por tanto, tiene su custodia, pero ambos poseen la patria potestad y por ello a ambos les corresponde la facultad de tomar decisiones respecto de la salud del menor.
Por tanto, acreditada documentalmente la paternidad, no le cabe al médico acudir a ninguna diferencia respecto de los derechos hacia el menor, basándose en si se tiene o no la custodia, pues con la patria potestad es suficiente, y ésta se posee bajo presunción legal. Es decir, el médico no puede exigir que se acredite más que la condición de padre o madre, en su caso, pues la patria potestad se presume.
Como ha quedado expresado al principio, ante el médico cualquier paciente es un problema clínico potencial, pero un menor es, además, un posible conflicto jurídico. La razón, como dije, es la dificultad para lograr acertar en el reconocimiento de la capacidad, o no, que le corresponde; la oportunidad de acción en el medio sanitario que puede, o no, pertenecerle. En sí misma, la figura del menor maduro es una construcción jurídica de primera importancia en una sociedad evolucionada, pero su problemática reside en que el profesional sanitario no siempre puede superponerla con facilidad sobre la situación que se le presenta en la consulta.
Razones de espacio en este artículo me impiden entrar en detalle sobre este enjundioso tema; por ello, haré alguna concreción sobre él, para centrarme en dar alguna aportación práctica al médico, que en esas situaciones puede encontrarse solo frente a sí mismo.
Nuestro ordenamiento jurídico, como todos los del entorno cultural en el que nos encontramos, es fuertemente garantizador respecto de los colectivos sensibles y, particularmente, de los menores. Sin embargo, la protección no se basa en la edad (por sí misma), sino en la inmadurez. Normalmente ésta va asociada a la edad, pero si se evidencia una situación de madurez personal a partir de determinadas edades, y antes de la mayoría de edad sanitaria, se tiene al menor por mayor a los efectos correspondientes. En la norma angular sobre esta materia, la Ley Orgánica de Protección Jurídica del Menor, se recoge un principio de la máxima relevancia: “el interés del menor prima sobre cualquier otro interés en conflicto con el mismo”. Y veremos hasta qué punto.
Por plantearlo de una forma sencilla, al menos en lo teórico, diré que debe contarse con ellos siempre que la edad del menor sea inferior a 12 años, o cuando teniendo entre 12 y 16 años éste no reúna las condiciones de madurez suficiente. El problema reside, evidentemente, en formular de manera adecuada este juicio de valor por parte del médico. Esta situación, ya difícil, es, sin embargo, sólo un planteamiento general, pues en determinados casos se excepciona. Voy a mostrarlo con ejemplos. De las situaciones problemáticas que viven los menores y que conoce su pediatra (consumo de tóxicos, trastornos alimentarios, anticoncepción e incluso interrupción de embarazos, tatuajes y piercings o cirugía satisfactiva), voy a centrarme en una de ellas:
El motivo básico de la consulta es el mismo, pero las personas y la situación que éstas viven no lo son. Diferente ha de ser, entonces, la conducta del médico en cada caso. No tiene ninguna trascendencia el que no informe a los padres de Ana, y ella incluso podría invocar la confidencialidad que le debe. El caso de Begoña tiene una connotación diferente: existen elementos que permiten considerar que concurre una situación de grave riesgo para la paciente y ha de ceder la obligación de confidencialidad ante la necesidad de conjurar ese riesgo sanitario. El médico, en estos casos, ha de poner en primer lugar la salud del menor.
En cualquier caso resulta aconsejable, si el médico no tiene la oposición del menor, y no le está impedido ética o deontológicamente, consultar a los padres como práctica más fiable.
La actuación del médico hacia el menor y sus padres tiene, como he dejado expuesto, dos variables: la capacidad del menor y la gravedad objetiva de la situación. Vamos a verlo en planteamientos concretos.
El médico aplica un tratamiento que estima conveniente según su criterio clínico, con o sin el consentimiento del menor maduro, o de los padres si el menor es inmaduro. Debe actuar bajo el llamado estado de necesidad. Existe gravedad a la que se suma inminencia de grave daño.
Si el menor es maduro se aplica su decisión, coincida o no con el criterio expresado por sus padres. Si el menor es inmaduro se aplica la decisión de los padres, excepto que su criterio sea contrario al interés del menor.
Se aplica el criterio del menor si es maduro, o el de los padres si no concurre en aquél esta condición, sin otras matizaciones.
El profesional sanitario es, evidentemente, el responsable de atender el estado de salud de su paciente pero, además, en el caso de los menores, es el garante de su interés sanitario, lo que puede conducir a aquél a llevar a cabo actuaciones fuera del espacio clínico. La vía de utilización es la judicial.
Puede suceder que el criterio del menor y el de los padres sean coincidentes y esté dirigido al interés del primero. No existe, entonces, ningún problema.
Cabe la posibilidad de que ambos padres quieran lo mismo y, siendo esto lo conveniente para el menor, que discrepa, concurre en éste la condición de inmadurez. Tampoco existe problema en este caso: se sigue la decisión de los progenitores.
Tal vez lo que quieren los padres no es lo mejor para el menor, y la decisión de éste, que es maduro, es la conveniente en el cuidado de su salud. No hay problema: se sigue el criterio del menor maduro.
Pero vamos a imaginar un complejo entramado de supuestos en los que concurra alguna de estas situaciones:
En estos casos, el médico se convierte en el defensor del menor y debe acudir a la vía judicial para materializar esta protección. La acción ordinaria debe poner el asunto en conocimiento del fiscal de menores e incluso del juzgado de guardia, si la inmediatez y la gravedad de la situación lo requieren. Conviene tener en cuenta que pueden darse circunstancias en las que se perciba que el menor corre grave riesgo si regresa con los padres y toman éstos el dominio de una situación que se presume grave para el menor. Imaginemos un menor en el que observamos evidencia física de malos tratos. La actuación ha de ser aquí contundente: retener al menor y solicitar auxilio policial si es necesario.
Puede resultar inquietante, en algún modo, este rápido tránsito por un intrincado laberinto jurídico, lleno de posibles opciones a cada salida. Siempre hago notar a los profesionales que, en cualquier caso, bajo cualquier situación, deben dejar constancia escrita de lo vivido y decidido. No debe olvidarse que la lex artis no se colma con la excelencia científico-técnica. Cumplimentar adecuadamente la historia forma parte de ella y, además, es una pieza esencial ante una eventual reclamación. En el tribunal se podrán poner en tela de juicio las decisiones del médico, pero quedará evidencia, si existe la constancia a la que me refiero, de que no actuó alocadamente, sino que hubo reflexión y ponderación. Esta aura de profesionalidad y buen juicio es una baza ganada ante el juez; no debemos olvidarlo.
En el asunto que nos ocupa, hay que dejar constancia en la historia clínica de estos elementos:
Actuar o no hacerlo, en definitiva, es la disyuntiva permanente del médico, mucho más aguda en estos casos, y que nos recuerda aquella oración de quien iba a entrar en combate: “Que el cielo me conceda determinación para actuar si es lo procedente. Que los dioses me otorguen contención si ello conviene, pero sobre todo que me den discernimiento para saber cuándo me encuentro en el primero o en el segundo caso”.
El autor declara no presentar conflictos de intereses en relación con la preparación y publicación de este artículo.
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