Vol. 24 - Num. 96
Editorial
aSección de Gastroenterología, Hepatología y Nutrición Pediátrica. Servicio de Pediatría. Hospital Universitario 12 de Octubre. Madrid. España.
Correspondencia: I Carabaño. Correo electrónico: carabano1975@hotmail.com
Cómo citar este artículo: Carabaño Aguado I. Cambio climático y salud infantil . Rev Pediatr Aten Primaria. 2022;24:347-9.
Publicado en Internet: 10-11-2022 - Número de visitas: 3682
El cambio climático está consiguiendo una de las peores cosas que podríamos esperar de alguien o de algo: que se desbarate la tendencia de mejora de la salud global infanto-juvenil imperante en los últimos 40 años1. Y lo está logrando especialmente en los países pobres, agravando una frontera que ya era enorme, por múltiples motivos, no solo el climático. Esta frontera señala que la esperanza de vida actual en España sea de 87 años para las mujeres, mientras que para sus homólogas de Sierra Leona sea de 552.
Mientras, nosotros no dejamos de mirar para otro lado. O peor aún: miramos el ombligo del problema, el que nos salpica de manera más directa. A todos nos ha llamado negativamente la atención el creciente número de incendios en España, de gran virulencia y rápida e incontrolable propagación. En lo que llevamos de 2022 ha habido un total de 61 grandes incendios (se considera grandes incendios aquellos que suponen la quema de más de 500 hectáreas dentro del ámbito peninsular), el mayor de los cuales afectó a la Sierra de la Culebra y supuso la calcinación de más de 26 000 hectáreas3. El progresivo abandono de las zonas de cultivo ha supuesto la oferta de masa combustible. Este hecho, unido al auge térmico y a la sequía, ha desembocado en un desastre natural sin parangón en nuestras latitudes. Y eso es cierto, pero no menos cierto es que un buen pediatra ha de hacer lecturas más globales que localistas.
El impacto del cambio climático sobre la salud infantil engloba problemas de diversa índole y de origen dispar: inseguridad alimentaria, desnutrición/malnutrición, deshidratación por falta de acceso al agua potable, enfermedades respiratorias relacionadas con el exceso de ozono, enfermedades relacionadas con los aeroalérgenos, cuadros diarreicos, enfermedades transmitidas por vectores, inestabilidad política, migraciones (“refugiados ambientales”), interrupción de la escolarización y un interminable etcétera1.
Hablaba yo de desviar la mirada. Los niños que nos criamos en los años 80 del siglo pasado al menos veíamos las caras y cuerpos de la hambruna de Etiopía, pero hoy el hambre y la sed de los desfavorecidos han sido tachados de los noticiarios. Y este hecho invisibiliza el impacto real del cambio climático. Si las reservas hídricas españolas están al 34% de su capacidad a finales de octubre, cómo estará la disponibilidad del agua en lugares donde no hay ni siquiera infraestructura de almacenamiento4.
De la mano de la falta de agua viene la imposibilidad para generar cultivos y la consiguiente inseguridad alimentaria. La Organización Mundial de la Salud (OMS) estima que habrá un exceso de mortalidad por desnutrición en niños menores de 5 años de entre 77 000 y 131 000 en 20305. La desnutrición conlleva una mayor susceptibilidad a diversas infecciones, entre las que destaca la diarrea. En este sentido, la OMS plantea que en 2030 habrá 48 000 muertes adicionales en menores de 15 años por esta enfermedad5.
Esta amenaza climática implica una más que razonable tentativa de escapatoria. Cuando uno ve que el lobo se acerca, la respuesta más lógica es emprender la huida. De ahí los números: al menos 26 millones de personas se desplazaron por esta razón entre los años 2008 y 20166. En los últimos seis años, a saber cuántas personas habrán abandonado su lugar de origen por la demoledora razón de sobrevivir, y que deberán ser sumados a los 26 millones de años previos.
La migración forzosa y repentina expone al colectivo infantil a riesgos de salud directos, como el estrés postraumático, las infecciones, el abuso sexual, la pérdida del derecho básico de la educación o la pérdida de las campañas de vacunación. Porque quedarse supondría para los niños un riesgo quizá -si cabe- todavía mayor. Porque ellos son especialmente vulnerables al calor extremo, dada su dificultad para disipar el exceso térmico a través de la piel, y a su necesidad para derivar buena parte del gasto cardiaco hacia la superficie cutánea con este fin. En este sentido, hay autores que señalan que la mortalidad infantil puede aumentar hasta un 25% en días de temperaturas muy elevadas, con una vulnerabilidad crítica a lo largo de la primera semana de vida1.
Hablar de todo esto eriza el vello. Hay que ser muy frío (y esto no es un juego de palabras, aunque lo parezca) para no sobrecogerse por este problema. Muy frío o muy ignorante7. Yo no soy quién para proponer soluciones ni tengo ninguna fórmula mágica para revertir el cambio climático, pero creo que los médicos hablamos poco de cuanto está ocurriendo y de lo que está por venir. Quizá el primer paso sea este: hablar del tema. Hablar entre nosotros, en los centros de salud, en los hospitales, con las familias. Exponerlo en este editorial también es un primer paso.
De alguna manera, deberíamos obligar a que ciertos compromisos medioambientales se vayan cumpliendo. No nos queda otra, y llámenme optimista, pero es que el mundo debe seguir girando. Hago mío aquello que decía Martin Luther King: “Incluso si supiera que mañana el mundo se va a desintegrar, plantaría mi árbol de manzanas”. Pues eso: a la voz de ya toca sembrar manzanos.
El autor declara la ausencia de conflicto de intereses en la redacción del presente artículo.
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