Vol. 14 - Num. 56
Colaboraciones especiales
Javier González de Diosa, M Tasso Cerecedab, B Ogando Díazc
aServicio de Pediatría. Hospital General Universitario de Alicante. Departamento de Pediatría. Universidad Miguel Hernández. ISABIAL-Instituto de Investigación Sanitaria y Biomédica de Alicante. Alicante. España.
bServicio de Pediatría, Unidad de Oncología Pediátrica. Hospital General Universitario de Alicante. Magíster en Bioética y en Medicina Humanitaria. Alicante. España.
cMédico de Familia. CS Casa de Campo. Magíster en Bioética y en Cuidados Paliativos. Madrid. España.
Correspondencia: J González. Correo electrónico: javier.gonzalezdedios@gmail.com
Cómo citar este artículo: González de Dios J, Tasso Cereceda M, Ogando Díaz B. La mirada del cine al cáncer (II): cuando la Oncología pediátrica es la protagonista. Rev Pediatr Aten Primaria. 2012;14:351-68.
Publicado en Internet: 18-12-2012 - Número de visitas: 56460
Resumen
El cáncer infantil es la segunda causa más frecuente de mortalidad infantil en niños con edades comprendidas entre 1 y 14 años. El cáncer infantil en el cine camina entre la ciencia y la ficción.
El cáncer infantil llevado a la gran pantalla se puede clasificar en dos grandes grupos: 1) la leucemia es, con gran diferencia, el principal protagonista entre las enfermedades oncológicas en el cine; 2) el otro grupo es un cajón de sastre en el que podemos incluir el resto de enfermedades oncológicas de la infancia y adolescencia.
En este artículo establecemos un recorrido por la Oncología pediátrica a través de 15 títulos de películas (nueve con la leucemia como protagonista y otras seis con otros tipos de cánceres).
De la recopilación realizada, destacamos diez títulos, por ser películas que atesoran valores y que pueden ayudar a mejorar la relación médico-paciente: y de ellas, hemos considerado cinco títulos como imprescindibles (Camino, Cartas a Dios, Cartas al Cielo, Declaración de guerra y Surviving Amina) y cinco títulos como adecuados (El llanto de la mariposa, La decisión de Anne, Maktub, Planta 4.ª y Vivir para siempre).
En una patología tan sensible para pacientes, familiares y profesionales sanitarios como es el cáncer en la infancia y adolescencia, no solo hay que prescribir sofisticadas pruebas diagnósticas y modernos tratamientos, sino también películas (antiguas y modernas), que ayudan a comprender la enfermedad, a mejorar el duelo, a humanizar la atención y a mejorar la relación entre profesionales sanitarios y pacientes.
Palabras clave
● Cáncer ● Cine como asunto ● Contexto social ● Enfermedad ● Oncología ● Pediatría ● Relación médico-pacienteNota:
Javier González de Dios es autor del libro Cine y Pediatría: una oportunidad para la docencia y la humanización en nuestra práctica clínica.
La infancia ha sido, es y será motivo de inspiración y reflexión en el arte, en cualquiera de sus manifestaciones, bien sea el cine (denominado “séptimo arte”), como en cualquiera de las previas seis Bellas Artes consideradas del mundo clásico: arquitectura, escultura, pintura, música (incluido el teatro), declamación (incluida la poesía) y danza. Niños y adolescentes comparten la aventura e historia del cine, bien en papeles principales o de reparto, como núcleo o como excusa argumental, en la salud y en la enfermedad.
Según la Comisión Nacional de la Especialidad de Pediatría y sus Áreas Específicas, se define la Pediatría como la medicina integral del periodo evolutivo de la existencia humana desde la concepción hasta el final de la adolescencia, época cuya singularidad reside en el fenómeno de crecimiento, maduración y desarrollo biológico, fisiológico y social que, en cada momento, se liga a la íntima interdependencia entre el patrimonio heredado y el medio ambiente en el que el niño se desenvuelve. Con esa definición, imaginemos el caudal de guiones que se pueden aplicar al cine en relación con la Pediatría, entendiendo como tal aquellas películas que tengan a niños y adolescentes como personajes principales, en estado de salud o enfermedad y alrededor de su entorno social.
La visión que el cine proporciona a la infancia (con el niño o adolescente como protagonista), a las patologías pediátricas y/o a la realidad vista a través de la mirada de un niño, contiene elementos culturales y docentes asociados al entretenimiento. Porque el cine es una universidad de las emociones en la salud y en la enfermedad. Y así ha sido. Películas que hablan sobre enfermedades infantiles, bien como argumento central o periférico: defectos congénitos, enfermedades genéticas, enfermedades degenerativas, enfermedades oncológicas, enfermedades neurológicas, enfermedades infecciosas, etc. Películas que se centran en temas alrededor de problemas de la infancia: maltrato infantil, marginación y pobreza, analfabetismo, adopción, delincuencia, drogadicción, embarazo no deseado y aborto, etc. Películas cuyos personajes centrales son niños, con distintas edades, y a través de sus ojos nos devuelven la visión de sus familias o de la sociedad en que se desenvuelven, sociedades del primer, segundo y tercer mundo, sociedades próximas y sociedades exóticas1,2.
En el blog Pediatría basada en pruebas (www.pediatriabasadaenpruebas.com) hemos podido profundizar sobre un buen número de temas relacionados con enfermedades, patologías o problemas en la infancia y adolescencia (y cuyas primeras 51 entradas han sido recogidas en el recién publicado libro titulado Cine y Pediatría: una oportunidad para la docencia y la humanización en nuestra práctica clínica3):
Uno de esos temas, que merece un tratamiento especial, se refiere a las películas que versan sobre los aspectos médicos, personales y familiares relacionados con el cáncer infantil y la Oncología pediátrica.
El cáncer infantil es la segunda causa más frecuente de mortalidad infantil en niños con edades comprendidas entre 1 y 14 años, solo superado por los accidentes. Las frías estadísticas muestran que cada año más de 160 000 niños son diagnosticados de cáncer en el mundo; y hay estudios que aportan evidencias de un incremento de la incidencia del cáncer en la infancia y adolescencia en Europa a lo largo de las pasadas décadas y para prácticamente todos los tumores. Según la Unión Internacional Contra el Cáncer, en los países desarrollados, tres de cada cuatro niños con cáncer sobreviven al menos cinco años después de ser diagnosticados, gracias a los progresos en el diagnóstico y tratamiento de esta enfermedad; sin embargo, en los países en vías de desarrollo, más de la mitad de los niños diagnosticados con cáncer morirán.
En España se diagnostican casi 1000 nuevos casos de cáncer cada año en niños entre 0 y 14 años, a lo que se suma los casi 500 nuevos casos en adolescentes entre 15 y 19 años. Según los datos de la Sociedad Española de Hematología y Oncología Pediátrica los grupos diagnósticos más frecuentes en nuestro país son, por este orden, leucemias (el 80% son leucemias linfoblásticas agudas), tumores del sistema nervioso central (astrocitomas, meduloblastomas, ependimomas, etc.) y linfomas (el 60% son linfomas no Hodgkin). Otros tipos de tumores, por orden de frecuencia descendentes son: tumores embrionarios (neuroblastomas, tumores de Wilms, retinoblastomas y hepatoblastomas), tumores óseos malignos (osteosaromas y tumores de Ewing), sarcomas de tejidos blandos (rabdomiosarcomas, y otros)4,5.
Existe un predominio de presentación por edad: los tumores predominantes en el primer año de vida son neuroblastomas y leucemias; entre uno y cuatro años, leucemias y tumores del sistema nervioso central; entre los cinco y los nueve años, leucemias, tumores del sistema nervioso central y linfomas; y entre los 10 y los 14 años, los anteriores y los tumores óseos. Globalmente, y para la mayoría de los tumores, la incidencia es mayor en niños que en niñas4,5.
Las tasas globales de curación en los países desarrollados (entre ellos España) han aumentado desde el 20-30% a finales de los años 70 hasta cifras superiores al 70% a principios del siglo XXI. Este aumento de la supervivencia se debe a los avances en el campo del diagnóstico y tratamiento, con la introducción de nuevos agentes quimioterápicos y nuevos esquemas terapéuticos, mejores resultados de radioterapia y cirugía, y un mejor control de las complicaciones asociado a un mejor tratamiento de soporte (soporte nutricional, soporte antiemético, soporte transfusional, factores de crecimiento hematopoyético, tratamiento del dolor, profilaxis de las infecciones, accesos vasculares, etc.)6,7. Y todo ello desde la atención integral en unidades de referencia y en el marco de protocolos internacionales.
Muchas películas se han acercado o basado en el cáncer infantil, con mayor o menor don de la oportunidad. Sea como sea, son películas que nos impactan, como espectadores, como sanitarios, como familiares o como afectados. Porque la realidad supera a la ficción y cada día cientos de profesionales de la sanidad hacen una labor humana y científica sin límites en el cuidado de los niños con cáncer. Una labor que dignifica nuestra profesión y que recupera nuestra estima como pediatras.
El cáncer infantil llevado a la gran pantalla se puede clasificar en dos grandes grupos: 1) la leucemia es, con gran diferencia, el principal protagonista entre las enfermedades oncológicas en el cine, y 2) el otro grupo es un cajón de sastre en el que podemos incluir el resto de enfermedades oncológicas de la infancia y adolescencia.
A continuación trataremos cada uno de estos apartados, y al igual que en nuestro capítulo previo8, las películas se enumeran por orden alfabético, y en cada película se expone el título en español, el director, el año y el país de realización, así como un análisis de los potenciales valores de la película para mejora la humanización y la relación médico-paciente.
Un niño (Pablito Calvo) está enfermo de leucemia y su mayor deseo es volar en avión. En la base de aviación de Zaragoza conoce a un aviador que intentará hacer realidad su sueño y, de paso, su colaboración será imprescindible para traer al niño un medicamento que detendrá el progreso de la enfermedad.
Es Alerta en el cielo puro cine lacrimógeno de la época, una película realizada para mayor lucimiento de Pablito Calvo (la estrella infantil de la década de los cincuenta en España, junto con Joselito, “el pequeño ruiseñor”), cuyo éxito le vino de su primer papel en Marcelino, pan y vino (1955) y sus posteriores Mi tío Jacinto (1956) y Un ángel pasó por Brooklyn (1957), todas ellas dirigidas por el húngaro afincado en España, Ladislao Vajda.
Se basa en la adaptación del best-seller Oscar et la dame rose, escrito por el mismo director en 2002 y que recibió el Hamburger Prize de la Academia de Medicina en Francia; y se constituye en un libro de obligada lectura para aquellos profesionales que deban tratar con pacientes.
Cuenta la historia de Óscar (el espectacular debut y frescura en la gran pantalla de Amir), un niño de diez años afecto de leucemia que permanece ingresado en un peculiar hospital infantil, capitaneado por el Dr. Düsseldorf (Max Von Sydow). En este hospital conviven niños con distintas dolencias: aparte de niños con cáncer, también hay niños con síndrome de Down (esa cariñosa niña que siempre solicita un beso), con macrocefalia por hidrocefalia (Eisntein, un amante del ajedrez), con obesidad mórbida (Palomitas, a quien se le describe como “98 kilos, 9 años, 1 metro 10 de alto por 1 metro 10 de ancho”), con enfermedad de Fallot (la niña Peggy, su novia, de quien dice Óscar que tiene “la enfermedad azul y espera una operación del corazón que la vuelva rosa”), y otros más.
A Óscar, en su enfermedad, le duele más la falta de valentía y sinceridad de sus padres que su cáncer terminal, pues no son capaces de tratarle con normalidad y decirle la verdad: el gran dilema de la ocultación de la información a un menor. Casualmente, se cruza en su vida Rose (magnética Michèle Laroque, en uno de los personajes más sorprendentes que se hayan visto en mucho tiempo), una brusca y antipática repartidora de pizzas, cuya pequeña empresa se llama Pinky Pizzas y va vestida con un llamativo traje rosa. Tras ese encuentro, Óscar pide que la "señora de rosa" venga a verle; aunque ella no quiere (y lo hace por el negocio), finalmente entre ellos se establece una relación magnética, entre fantástica y espiritual. Rose propone a Óscar que viva los próximos 12 días como si cada uno contase diez años: será la manera de aprovechar intensamente una vida que se marchita, de enamorarse y de comprometerse, de revivir la inocencia de la niñez y las tribulaciones de la adolescencia, la brillantez de la década de los 20 o la crisis de los 40, hasta llegar a los achaques de la ancianidad. Todo ello con simpáticos diálogos que surgen entre ese niño adulto y esa madre-amiga adoptada, intercalando sorprendentes escenas oníricas en el ring de luchadoras de pressing catch, así como los diálogos vibrantes entre Óscar y Rose (algunos diálogos de alto valor religioso…, con profundidad, con amor):
– “¿Por qué no me dicen que me moriré?”, pregunta Óscar. Y Rose le contesta: “Y para que lo quieres, si ya lo sabes”.
– Cuando cuenta los aspectos de cada día como si fuera una década diferente de la vida y llega a comentar: “Tengo 33 años, un cáncer, una mujer en el quirófano. Así que sé lo que es la vida. Tengo miedo”; o “Querido Dios, como mola la vida en pareja, sobre todo cuando te acercas a los 50 y has pasado mogollón de pruebas”.
– Las palabras de Rose son bruscas al inicio de la película, pero profundas hacia el final del metraje: “Usted no es Dios, su trabajo es reparar, es un hombre, solo un hombre. Así que afloje un poco Dr. Düsseldorf, relaje esa tensión y no se dé tanta importancia. Si no, no podrá ser médico mucho más tiempo”; o su epílogo: “Querido Dios. Gracias por conocer a Óscar, Me ha llenado de amor para todos los años que me queden por vivir”.
Rose será quien le sugiera a Óscar que le escriba cartas a Dios pidiéndole un favor cada día, pero favores de tipo espiritual (no materiales). Con esta trama, Éric-Emmanuel Schmitt trata de esquivar el sentimentalismo instalándose en el realismo mágico, y maneja el dolor por la pérdida inevitable de la vida de un niño con una dosis de fantasía e imaginación. Cartas a Dios se convierte en melodrama filosófico-existencial, un canto a la esperanza para los que sufren, desmitificando el tema de la muerte, dándole una perspectiva más espiritual y menos materialista. Todo esto acompañado de una fotografía de colores luminosos y una banda musical (de Michel Legrand) que trasmiten liviandad y ensoñación, con escapadas de la imaginación para plantear con otros ojos las emociones sobre el cáncer infantil.
Pablo (Marek Harloff) es un joven de 18 años desequilibrado por su situación familiar (con unos padres separados e irresponsables) y que ha intentado suicidarse. Es ingresado en una clínica, donde conoce a Paulina (Marie Zielcke), una chica de 17 años moderna y llena de sueños, que canta en un grupo de hip-hop y vive con su abuelo… y que padece una leucemia. Paulina, a pesar de las sesiones de quimioterapia a que se somete de forma regular, intenta participar en todas las actividades de sus amigos. Paulina va a ayudar a Pablo a reconstruir su vida, a reencontrarse con su padre (un famoso músico de rock), a sentir el afecto que nunca tuvo… y, posteriormente, será Pablo quien apoye a Paulina en el tramo final de su lucha contra la enfermedad.
Película nada convencional, en las antípodas del cine entendido como mero entretenimiento. Una película en la que el final marca el comienzo de un amor entre adolescentes, filmada con un permanente telón de fondo musical, con una canción que habla de la eternidad.
Basada en la novela de Jodi Picoult My sister's keeper (La decisión más difícil), que versa sobre un tema novedoso para el presente de la medicina, la jurisprudencia, la ética... y, también, para el cine: el de la gestación de hijos programados para salvar a otros. De hecho, la traducción literal de la novela sería algo así como "mi hermana donante".
Una familia de padres jóvenes (la madre, Cameron Díaz; y el padre, Jason Patric), con dos hijos, viven el impacto de que la niña, de solo tres años (Sofia Vassilieva), sea diagnosticada de leucemia promielocítica aguda. En la lucha ininterrumpida por salvar a esta hija, los padres programan (según indicación médica) la gestación de una nueva hija con el objetivo de paliar las carencias del organismo enfermo de su hermana mayor.
Aunque la película se escora en ocasiones a situaciones lacrimógenas (una frontera peligrosa en el séptimo arte), es cine con conciencia político-social, que se esmera en esbozar un discurso responsable acerca de los límites éticos de la medicina y los límites morales en la utilización de organismos sanos para la sanación de organismos enfermos. Porque el punto de partida de la película lo constituye esta hermana menor, Anne (magnífica Abigail Breslin, la considerada la nueva Jodie Foster o Natalie Portman del cine), quién a los 11 años y cansada de todos los procedimientos médicos a los que ha sido sometida (utilización de la sangre del cordón umbilical, de la médula ósea y, también en esta ocasión, de un riñón para paliar la insuficiencia renal de su hermana), decide demandar a sus padres en busca de la autonomía médica y del derecho a decidir cómo utilizar su cuerpo.
Se utilizan para el relato largos flashbacks donde cada miembro de la familia relata su visión del impacto que supone la noticia de convivir con una enfermedad como el cáncer en un hijo. Montaje, fotografía y banda sonora no dejarán indiferentes el corazón de los espectadores y es posible que, independientemente de que la película no es una obra de arte y abusa de recursos, agradezcan ver algo que si no es real, está muy cerca de serlo. Al finalizar la sesión de cine y encenderse las luces, se podrá seguir pensando sobre un tema polémico y difícil, éticamente no resuelto, que nos enseña y humaniza, interrogando sobre los límites de las manipulaciones puramente científicas.
Otra película destinada a la lágrima fácil, en algunas clasificaciones situada entre las historias más tristes del cine. Luca es un niño huérfano de madre, que busca el afecto de su padre. Luca acaba enfermando de leucemia y le auguran poco tiempo de vida; entonces el padre empieza a tener sentimiento de culpa y trata de arreglar el tiempo que le queda. En una ocasión le pide que vayan a esquiar juntos, para llegar a ver “la última nieve de primavera”.
Es una película concebida como un cuento de Navidad, una tragicomedia familiar sin pretensiones que gira alrededor de un hombre maduro en plena crisis existencial y su encuentro casual con un adolescente con cáncer. Es la ópera prima de Paco Arango, quien fue en sus inicios cantante y, posteriormente, productor de series de televisión (Ala Dina en 2000 y El inquilino en 2004) de dudoso éxito. Sin embargo, las perspectivas de esta película cambian al conocer que Paco Arango lleva trabajando muy de cerca con niños con cáncer desde hace ya 11 años y que creó en 2005 la Fundación Aladina con el objetivo de ayudar a los niños que padecen cáncer y a sus familias, con el fin de atender sus necesidades materiales y psicológicas en distintos hospitales de España.
La palabra “Maktub” procede del árabe y significa “lo que está escrito” y hace referencia a esas extrañas casualidades que nos suceden a veces y que parecen inevitables, como si fueran producto del destino. El guión de esta película está inspirado en un chico canario con leucemia (Antonio González Valerón) con el que el director estableció una buena amistad durante la estancia hospitalaria en Oncología Infantil del Hospital Niño Jesús de Madrid. Antonio falleció en 2009, a los 16 años, a causa de una infección tras un trasplante de médula; en este recorrido Antonio fue para todos un ejemplo de ilusión, sabiduría y ganas de vivir.
En Maktub conoceremos a Manolo (Diego Peretti), un hombre que se encuentra en plena crisis: la rutina de su trabajo le resulta asfixiante, su matrimonio con Beatriz (Aitana Sánchez-Gijón) está al borde del caos y no logra entender a sus dos hijos. El azar hace que se cruce con Antonio (primer papel de Andoni Hernández San José, solventado con desparpajo), un chico canario de 15 años que padece cáncer, y su madre soltera (Goya Toledo). Ese encuentro cambiará la vida de Manolo, de su familia y del entorno que le rodea.
Una película con un niño enfermo de cáncer se presta al melodrama y a la lágrima fácil, de ahí lo arriesgado de la apuesta. Pero la película avanza en ese difícil territorio de las series de televisión y camina entre los sentimientos mejor de lo esperable, consiguiendo algunas escenas conmovedoras y personajes que acaban resultando entrañables. Por ello, Maktub no es una gran película, pero es una película honesta, con el cáncer y la muerte de trasfondo, pero relatada con ganas de vivir. Un cuento navideño lleno de poesía, con referencias explícitas a El alquimista de Paulo Coelho, las aventuras de ese héroe que busca su tesoro lejos de su hogar, para regresar a él y hallarlo, sufriendo durante todo el viaje una transformación en lo que a su visión del mundo y la realidad se refiere.
El rap de la Fundación Aladina, "Sonrisas que hacen magia", con música de Paco Arango y cantado por el propio Antonio González Valerón, es parte de su legado. Un gran recuerdo, especialmente para los compañeros del Hospital Infantil Niño Jesús, que vivieron la historia de Antonio y la filmación de Maktub. Lo que está escrito…
Esta película es una magnífica oportunidad para ver el cáncer infantil con otra perspectiva. También para conocer la Fundación Aladina y sus distintos programas de apoyo y su equipo de voluntarios dentro del hospital, en el que se da especial importancia a todo tipo de actividades lúdicas mediante las cuales los niños y adolescentes aprenden a adaptarse a su situación y a su enfermedad. La atención a los niños se desarrolla mediante el uso de terapias de juego: estas les ayudan a que entiendan y puedan sobrellevar la enfermedad, la cirugía, la hospitalización y los tratamientos, intentando que la estancia en el hospital sea lo más agradable posible. El principal propósito es mantener viva su voluntad de curarse y atenuar el impacto de la enfermedad.
Es una película documental de gran interés, que creemos logra superar ese difícil equilibrio entre el sentimiento y el sentimentalismo, entre la ficción y realidad. Realizada por Barbara Celis, periodista madrileña (y neoyorquina de adopción), colaboradora de El País y otros medios nacionales e internacionales, que se encontró con este drama por azares de la vida. Lo que en principio apuntaba a ser una pequeña grabación para celebrar el nacimiento de la segunda hija de unos amigos europeos, una pareja de artistas afincados en Nueva York (la suiza Anne y el italiano Tommaso), se convirtió en su primer largometraje y en testimonio de un conmovedor relato de una historia de amor enfrentada a la enfermedad, la muerte y una posterior redención.
La historia comienza cuando Barbara Celis pide a su amiga Anne permiso para filmar su parto y el nacimiento de Amina, sin saber que cuatro meses después, cuando la niña fue diagnosticada de leucemia, la propia madre le pediría seguir filmando: la idea en el origen de la película era que la niña iba a sobrevivir. Se inicia así un peregrinaje durante tres años en el que el espectador es testigo de las distintas fases de la enfermedad (diagnóstico y tratamiento de la leucemia, ingresos hospitalarios y altas, recaídas y complicaciones) y de las distintas fases del duelo: al comienzo aparece el optimismo y la voluntad de luchar contra la adversidad, pero, a medida que avanza el proceso, las dificultades aumentan, los ánimos se debilitan y brotan los conflictos de pareja. Lo que iba a ser un documental familiar sobre la curación, se convierte en algo diferente.
El valor del documental es abrir las puertas a los sentimientos, pues lo que se nos relata no es nada nuevo, pero sí es cierto que la mayoría de la gente vive en solitario, en silencio y sin testigos, y no con la cámara como caja de pandora en los momentos más catárticos de la familia de Amina. Survivig Amina refleja la realidad de un hospital infantil de Oncología, con sus dibujos en las paredes, pero también con sus monitores, sus bolsas de quimioterapia y sus vías centrales, donde los padres conviven entre las atenciones de oncólogos y enfermeras, se adentran en grupos sociales de apoyo (como la Leukemia & Lymphoma Society Walk y su “Light the night”) y las cifras de leucocitos, hematíes y plaquetas. De pronto, los padres se vuelven especialistas de algo que nunca hubieran imaginado.
La realidad supera a la ficción a la hora de que emanen las emociones y a la hora de responder a la pregunta clave de la película sobre si hay vida más allá de la muerte de un hijo. La madre se aferra al recuerdo y a los vídeos que comparte con la familia; el padre no supera esa fase. Ante un hecho de esta magnitud hay que saber mantener el equilibrio de pareja. En muchas ocasiones une a los padres; en otras no. De hecho, tras el desenlace fatal de Amina, Anne y Tommaso toman caminos separados, lejos de Nueva York, lejos del recuerdo: la madre regresa a Suiza y el padre a Italia, pero eso no la convierte en una película oscura, sino todo lo contrario. “Aceptarlo no significa superarlo” nos dice Tommaso.
El cineasta ruso Sokurov recomendaba a quien quisiera oírle que “lo que se ama o lo que se odia no debería ser filmado”. Sin embargo Bárbara Celis incumplió los dos mandatos y nos ofrece esta obra para la reflexión, de forma que su cámara se convierte en observador, oyente e instrumento para las catarsis y la intimidad de unos padres en busca de una fórmula que alivie el dolor ante la muerte de su hija pequeña. Y aun así, en medio de tanta oscuridad, Bárbara Celis consigue dejar al espectador un rayo de luz.
Basado en un best seller de Nicholas Spark (autor también de las obras en las que se basó El diario de Noa y Mensaje en una botella) es la romántica historia de un amor casi imposible entre Landon (Shane West), uno de los líderes del instituto, y Jamie (Mandy Moore), hija de un pastor de de la iglesia baptista y que tenía en la fe uno de los baluartes de su vida. Landon, en contra de sus convicciones, acaba por enamorarse de esa chica aparentemente anodina, pero que es una gran soñadora. Con el tiempo, Jamie le revela que tiene una leucemia con la que lucha desde hace dos años y con mala respuesta al tratamiento. Finalmente se casan y su matrimonio dura un verano, pues ella fallece, pero permanece esa frase colofón de “nuestro amor es como el viento: no puedo verlo, pero puedo sentirlo”.
Se basa en la novela Ways to live forever, de la joven escritora británica Sally Nichols. Gustavo Ron quedó prendado de la historia de un niño con leucemia que narra sus últimos meses en un diario. Y para comprobar la verosimilitud de lo narrado, se puso en contacto con ASION (Asociación de padres de niños con cáncer de la Comunidad de Madrid), grupo formado por padres que han pasado la experiencia de tener un hijo con cáncer y que está integrada en la Federación Española de Padres de Niños con Cáncer (FEPNC). En ASION no solo gustó el libro, sino que animaron al cineasta a adaptar la historia a la gran pantalla.
En ella narra la historia de Sam (Robbie Kay), un niño de 12 años con leucemia y al que le han pronosticado pocos meses de vida, dada la mala evolución de su enfermedad. Sam tiene poco tiempo y muchas preguntas (que nos plantea continuamente en voz en off) y quiere saber cómo se sienten los adolescentes (porque él no llegará a serlo), así como conocer detalles sobre el final de su vida. Por eso decide escribir un libro; un libro que es su diario con observaciones y una lista de las cosas que quiere hacer antes de morir. Con ello, Vivir para siempre se convierte en una película que intenta llegar al corazón y trascender; es cine de buenas intenciones, pero aún pendiente de madurar. Y aunque el sentimiento se acerca demasiado al sentimentalismo, la película se convierte en una nueva reflexión sobre el dolor por la pérdida de un hijo. Pérdida esperada (como este caso, con una enfermedad en fase terminal) o inesperada (como un accidente), pero siempre una de las más difíciles experiencias a las que nos puede someter la vida. Y aquí sí que la verdad casi siempre supera a la ficción.
Gustavo Ron se convierte en un ejemplo más del nuevo cine español sin fronteras, quien contó para esta película exclusivamente con actores británicos (destaca el personaje de Ben Chaplin, como padre) y se filmó entre su Galicia natal y Gran Bretaña. Una reciente hornada de jóvenes directores españoles lo saben y sus películas conviven con actores o productores de otras filmografías. El ejemplo paradigmático lo constituye la filmografía de Isabel Coixet, un cine siempre sin fronteras: curiosamente, en Mi vida sin mí (2003) la actriz fetiche de Isabel Coixet, Sarah Polley, interpreta a Ann, una joven de 23 años con un cáncer terminal, quien, guiada por el placer final de vivir, intenta completar una lista de “cosas por hacer antes de morir”. Un historia casi paralela a la de nuestro adolescente Sam y sus cosas por hacer antes de morir en Vivir para siempre... Una película que es algo más que la típica historia de niño con cáncer.
Inspirada en la vida de Alexia González-Barros, un niña madrileña que falleció en el año 1985 a la edad de 14 años tras un comportamiento ejemplar ante un tumor en la columna vertebral. Su familia está ligada al Opus Dei y el caso de la niña se encuentra en proceso de beatificación. El título de la película hace referencia al nombre de la niña en la ficción, pero también al libro homónimo escrito por José María Escrivá de Balaguer.
Aunque la película fue dedicada a Alexia González-Barros, su familia comunicó que “en ningún momento ha existido ni existe relación, colaboración o participación de ninguna clase con el director, guionista, productor o cualquier otra parte responsable de tal ficción”. La polémica estuvo servida desde el primer momento y aún persiste, y los comentarios oscilan entre los que la consideran un bodrio de película antirreligiosa en contra del Opus Dei y los que ven en ella una inteligente película denuncia. Seguramente, ni lo uno ni lo otro; lo que sí está claro es que esta airada controversia (con críticas a favor o en contra) solo sirvió para aumentar el interés por la película. Sea como sea, ese año fue la gran triunfadora de los Premios Goya con seis galardones, incluyendo mejor película, guión y director. Es cierto que la película arroja luces y sombras (y polémica), pero no dejará a nadie indiferente.
En la película se nos narra la historia de Camino (una sorprendente y luminosa debutante, Nerea Camacho), una niña creyente de 11 años que se enfrenta al mismo tiempo a dos acontecimientos que son nuevos para ella: enamorarse (de un niño que se llama Jesús) y morir (de una grave enfermedad oncológica, que debuta con desmayos y dolores). Camino es una niña transparente, feliz, generosa, toda luz y color, y que escoge el amor por encima de todo: el primer amor, el amor a sus padres y el amor a Dios. Entre secuencias oníricas se nos muestra la descarnada realidad de una enfermedad de este tipo (incluso con primeros e impresionantes planos de las operaciones) y cómo todo este proceso lo vive entre su familia, una familia profundamente religiosa: su madre Gloria (Carmen Elías), una mujer luchadora, exigente y controladora, cuya educación religiosa le permite trascender la enfermedad de su hija (“Yo le doy gracias a Dios cada día por la enfermedad de nuestra hija”) y que sufre una profunda transformación en esa lucha; su padre José (Mariano Venancio), que encarna la duda y la incapacidad de enfrentarse a algo tan antinatural como la muerte de un hijo, pero cuya rebeldía vive ahogada; su hermana mayor Nuria (Manuela Vellés), numeraria del Opus Dei y quien manifiesta unos sentimientos contrapuestos de admiración y envida ante su hermana enferma.
Aunque la intención de Camino podía ser mostrar que la actitud de una niña con fe puede ser capaz de vencer muchas de las dificultades de su enfermedad ante su deseo de vivir, amar y sentirse definitivamente feliz, lo cierto es que los diálogos con doble intención y los equívocos provocados han ocasionado una polémica innecesaria (y quizás inefectiva). Porque si lográramos quitar la polémica, quizás descubramos que Camino es una película profunda, cine auténtico (el exceso de secuencias oníricas se compensa con la gran labor de sus actores) y que no es ninguna broma (aquí Javier Fesser nos sorprende tras su anteriores obras, como El Milagro de P-Tinto y Mortadelo y Filemón): se trata de ver las discrepancias que en un matrimonio puede provocar qué es lo mejor para un hijo con una grave enfermedad (esa rivalidad entre el padre y la madre), y donde el sentimiento religioso importa (y mucho).
Camino es una película arriesgada, valiente y diferente. Y si la limpiamos de polémica, veremos que atesora valores, algunos relacionados con la importancia que puede tener (para el niño afecto y para sus familiares) albergar creencias religiosas (sin concretar cuáles) en la dura vivencia de sobrellevar el diagnóstico de cáncer en un hijo.
Basada en hechos reales, relata los acontecimientos que acompañan a Tyler (Tanner Maguire), un niño de ocho años enfermo en situación terminal por un cáncer del sistema nervioso central (meduloblastoma), lo que conmueve a su familia, a sus amigos y a su comunidad; e inspira esperanza a todo aquel con el que tiene relación.
Especial interés tiene ver cómo su enfermedad y su actitud repercuten sobre cada uno de los miembros de la familia de Tyler (su hermosa madre, viuda demasiado joven; su hermano mayor, de 16 años, y su abuela), así como su relación con el cartero sustituto, Brady (Jeffrey Johnson), un joven con problemas de alcoholismo que se siente involucrado con el niño y su familia cuando lee las cartas.
La película comienza con un típico barrio residencial “made in USA” y un feliz cartero repartiendo y recogiendo la correspondencia de los vecinos, a los que conoce bien. Muy a menudo recoge cartas de un niño con esta dirección: “To God, From Tyre”. La primera vez que vemos a nuestro protagonista reconocemos todo lo que va a ocurrir, aunque solo le vemos por detrás: una cicatriz en la zona occipital que desciende a la columna vertebral, una cabeza con alopecia universal, señales inequívocas de una neoplasia; una madre enfermera que, antes de irse a trabajar, le pregunta cómo se encuentra; una abuela que se queda a su cuidado y manipula el Porth-a-cath para aplicarle el tratamiento quimioterápico en el domicilio y Tyer que le dice: “Con cuidado, abuela. No deben entrar burbujas de aire en el corazón”.
La película avanza a través de una conmovedora voz en off del protagonista: “Hoy he aprendido una palabra nueva: meduloblastoma”, “Me alegro mucho de haber vuelto a casa desde el hospital. Pero sobre todo me gustaría que mi madre volviese a reír. Es lo que más echo de menos”. Y con momentos para recordar, como la vuelta a clase (explicando a sus compañeros cómo es la quimio- y la radioterapia y sus efectos secundarios, así como la duda de algún compañero sobre si el cáncer es contagioso); o los momentos con su amiga Sam; o las reflexiones que le proporciona el gruñón abuelo de Sam...
Quizás todo es algo previsible, pero es emotivo. Como el emotivo final, con el antes y el feliz después de historias reales de cáncer: leucemia linfoblástica aguda, linfoma de Hodgkin, tumor cerebral, sarcoma de Ewing, cáncer de ovario, cáncer de mama, cáncer de próstata, etc. Y el epílogo: “Si el cáncer ha tocado tu vida de algún modo y necesitas apoyo o ayuda visita www.lettertogodthemovie.com”.
Cabe señalar las peculiaridades que, a veces, conllevan las traducciones de la versión original de una película: previamente hablamos de Cartas a Dios, traducción al español del título original que es Óscar et la dame rose, mientras que el título original de la presente Cartas al cielo es Letters to God. La coincidencia de títulos (y su posible confusión) es mayor si se tiene presente que ambas películas tienen como protagonista a un niño con cáncer terminal que mantienen una relación epistolar con Dios y que ambas películas son tremendamente sensibles y recomendables. Pero no importa si las llegamos a confundir, pues ambas son películas esenciales para entender el cáncer infantil, con la emoción a flor de piel. Óscar y Tyler, dos niños que escriben cartas a Dios. Óscar y Tyler, dos niños con cáncer (leucemia y meduloblastoma) que no logran superar su enfermedad, pero que sí curan a cuantos tienen a su alrededor. Óscar y Tyler, solo dos ejemplos de una realidad común en Pediatría.
No es una película bélica, sino un documento fílmico autobiográfico inspirado en la lucha que la actriz y cineasta Valérie Donzelli libró con su pareja contra la enfermedad de su hijo. Declaración de guerra es un drama familiar con el cáncer infantil como protagonista, pero no un drama cualquiera. Lo verdaderamente extraordinario de esta película no es que esté basada en hechos reales; tampoco lo es que tanto Valérie Donzelli (directora, guionista y protagonista) como Jérémie Elkaïm (coguionista y coprotagonista) sean los personajes reales en los que se basa su argumento; lo realmente portentoso es que la directora francesa haya sido capaz de contar su experiencia sin que sea un drama lacrimógeno, con envidiable creatividad, interpretaciones auténticas, y logrando un equilibrio emocional verdaderamente complejo.
Declaración de guerra nos habla (otra vez, pero de qué forma) de las complejas relaciones personales y familiares que supone enfrentarse al cáncer de un niño, al cáncer de un hijo (en este caso, un tumor cerebral). Romeo (Jérémie Elkaïm) y Juliette (Valérie Donzelli) forman un matrimonio joven que se complementa a la perfección, cuyas vidas dan un giro radical cuando le detectan un tumor cerebral a su hijo Adán (César Dessix de lactante, y Gabriel Elkäim, verdadero protagonista de la historia, al final de la película ya con ocho años y con estigmas faciales, secuelas de su neoplasia ya curada).
La película comienza cuando vemos que al niño se le realiza una resonancia magnética cerebral, y la mirada perdida de la madre nos traslada a un gran flashback. Los dos protagonistas se conocen en una discoteca: “Romeo”, se presenta él. “¿Bromeas?”, dice ella. “No, ¿por qué?”, contesta Romeo. “Porque yo me llamo Julieta”. “¿Estamos condenados a un terrible destino?”, sentencia él. Y Julieta contesta: “No lo sé”. Y tras un beso se sella su noviazgo, en breves retazos por sus correrías por París y el llanto de un niño, ese hijo al que ponen Adán por nombre. Magnífica puesta a punto, en tan solo cinco minutos para conocer la realidad de los protagonistas…
A continuación, un temprano cólico del lactante a las tres semanas de vida y los primeros conatos de los padres primerizos por entender el llanto de su hijo, al que el padre ya llama “pequeño tirano”. Antológica la primera visita al pediatra intentando explicarle lo que pasa… y la solución de la pediatra es para enmarcarlo como una parodia (o realidad) de lo que no se debe decir para ir contra la lactancia materna. Mientras tanto, la directora nos inserta imágenes que anuncian el avance de las células cancerígenas por dentro, en silencio…
Y comienzan los primeros síntomas antes del año de edad: la aparición de la enfermera pediátrica también es antológica cuando dice “tiene mocos, es por los dientes”. Pero el padre sospecha que las cosas no van bien y vuelven al pediatra para decirle que les preocupan tres cosas: que aún no anda, que vomita de golpe y sin razón aparente, y que ladea la cabeza hacia la derecha. Nueva intervención de la pediatra, quien revisa al niño (ojo al método de auscultar por encima de la ropa) y lo asume como síntomas asociados a la mucosidad, si bien vira en su diagnóstico cuando observa una asimetría facial y les remite a un otorrinolaringólogo, primero, y luego a un famoso neuropediatra de Marsella. En la noche de tensa espera previa a la cita con el especialista, oyen por la radio que se ha declarado la Guerra de Irak, puro simbolismo argumental para lo que se avecina, ese tremendo nerviosismo y miedo de los padres que temen por la salud y la vida de su hijo, expresado con suma realidad: la llegada a la especialista del hospital, la necesidad de realizar un escáner, el diagnóstico de tumor cerebral en la fosa posterior en su hijo de 18 meses, la difícil transmisión de la noticia por teléfono al resto de familiares, la búsqueda del mejor neurocirujano, del mejor hospital...
Interesante cuando no pueden acceder al cirujano y una amiga residente les dice: “Los cirujanos son inaccesibles. Tenemos un chiste al respecto. ¿Sabes la diferencia entre Dios y un cirujano?: que Dios no se cree cirujano”. Ahora bien, aunque la información no es oportuno que se dé de pie en el puesto de control de Enfermería y se hable con términos técnicos médicos, sí es verdad que la comunicación verbal y no verbal (el apretarles el hombro a ambos y dejarles una buena dosis de esperanza) del neurocirujano resulta positiva. Y como el tumor extirpado es maligno, comienza la fase de la quimio- y la radioterapia; y una voz en off: “Sabían que el camino para curar a Adán sería una maratón. Pero aún desconocían la amplitud de la carrera”. El tumor no responde a la pauta habitual de quimioterapia y la angustia de los padres por conocer el pronóstico aumenta: “Ese 70% de supervivencia del carcinoma frente al 10% del tumor rabdoide…”. Sigue empeorando… y luego viene el trasplante de médula ósea y las habitaciones estériles. Y vivir junto al hotel del hospital… Y ver morir a otros niños. Y así, un día tras otro, durante dos años: “Querían aguantar por Adán. Por ellos. Pero la realidad les atrapó poco a poco. Dejaron de trabajar, de ver a sus amigos. Se aislaron. Llegó el agotamiento, la soledad. Se separaron y reencontraron varias veces. Y se separaron definitivamente. Cada uno rehizo su vida. No volverían a ser los mismos, pero siempre estarían atados el uno al otro. Ante la enorme prueba que vivieron, no se tambalearon. Destrozados, sí, pero sólidos.” Y el final épico junto al mar los padres y el hijo… La guerra ha terminado, ¿o no?
Toda una maratón emocional contra el cáncer, donde la música se convierte en protagonista de la película (desde “Cessate, Omai Cessate” de Vivaldi a “La cosa buffa” de Ennio Morricone), quizás con un protagonismo demasiado patente, para remarcar el estado de ánimo de cada momento y cada fase de duelo: la desesperación, la búsqueda, el miedo, la esperanza, hacer como que la vida sigue, el conflicto, el punto final hacia un desenlace feliz o fatal, etc.
Declaración de guerra nos regala diálogos y escenas de los que hay que ver varias veces y aprender. Frases entre los padres como: “Vamos a hablar de lo que nos asusta. Nos sentiremos mejor”, o algo tan coherente como: “Debemos estar de acuerdo. No intentemos saber más que el médico. Nada de especulaciones y nada de Internet”. Escenas de lo que se debe evitar de deshumanización: ese lactante entre los barrotes de una cuna camino del escáner (y que luego la madre decide, con buen criterio, llevarle en brazos); o esa camilla paseando por esos horribles e interminables pasillos de los sótanos de esos hospitales vetustos, esos pasillos que tenían que estar prohibidos por ley… pues son lo peor que uno necesita ver cuando un familiar va a un quirófano.
Declaración de guerra obtuvo seis nominaciones a los Premios César, y consiguió en el Festival Internacional de Cine de Gijón 2011 los premios a mejor película, mejor actriz y mejor actor. Pero sobre todo ha obtenido colarse en nuestros corazones. Y al final de la película, el siguiente colofón: “Dedicado para Gabriel, para los médicos, las enfermeras y la sanidad pública”, esa sanidad pública que todos debemos defender como uno de los mayores avances de una sociedad moderna y plural.
Inspirada en un hecho real, The Blue Butterfly cuenta la historia de Pete, un niño de diez años (David Marenger en la realidad, interpretado por Pascal Bussières) afectado por un tumor cerebral en fase terminal y cuya pasión son los insectos. Su último sueño es atrapar un ejemplar de la más hermosa mariposa del planeta, la mítica y única mariposa azul (Mropho menelaus). Dicho insecto solo se encuentra en las selvas tropicales de América Central y del Sur, por lo que la madre del chico convence a un renombrado entomólogo, Alan (George Broussard en la realidad, interpretado por William Hurt) para que les lleve a un viaje a la jungla y puedan atrapar a la mariposa, comenzando todos un viaje que transformará sus vidas.
En realidad, en esta película apreciamos valores como la voluntad, el esfuerzo, el respeto, la paciencia y el amor incondicional, lo que la convierte en una película familiar. Si no fuera porque está basada en una historia real, uno podría argumentar que el final es demasiado peliculero…, pero ya se sabe que la realidad, a veces, supera la ficción.
Se basa en la obra de teatro Los Pelones, obra autobiográfica de Albert Espinosa, quien padeció un osteosarcoma: diez años de su infancia y adolescencia fueron un devenir por hospitales, pues aparte de la amputación de una pierna, también se le estirpó parte de un pulmón y del hígado. Sacando fuerzas de flaqueza, hoy es un artista polifacético: aunque su labor fundamental sigue en sus libros y en el teatro (que desarrolla con su compañía Los Pelones), también ha hecho sus pinitos como guionista (Tu vida en 65 minutos de María Ripoll, 2006 o Va a ser que nadie es perfecto de Joaquín Oristrell, 2006) y director de cine (No me pidas que te bese, porque te besaré, en el año 2008).
Planta 4.ª no es una gran película, pero transmite algo que la hace digna y sincera en su realización. La planta 4.ª hace referencia a la planta de Traumatología de un hospital, donde cuatro adolescentes (Miguel Ángel, Izan, Dani y Jorge, encarnados por jóvenes actores sin experiencia, salvo Juan José Ballesta) luchan frente al osteosarcoma, ese cáncer óseo al que se enfrentan con la quimioterapia y la cirugía radical, e intentan con su alegría desafiar al destino y hacer soportable su estancia en el hospital. Comparten una misma enfermedad, pero son diferentes a la hora de vivir su situación: la soledad pretendidamente autosuficiente de Miguel Ángel, el temor de Jorge al diagnóstico, la primera historia de amor de Dani, los recuerdos personales de Izan.
La vida continúa en ese pequeño mundo regido por hombres y mujeres de bata blanca y donde el humor se convierte en terapia frente al dolor y en un instrumento eficaz para afrontar los momentos difíciles, el humor como arma para intentar que adolescencia y cáncer encajen de alguna forma: “¡¡No somos cojos, somos cojonudos!!”. En Planta 4.ª es criticable la distorsión de la realidad (especialmente la escena de la carrera en silla de ruedas o las excursiones nocturnas de los chicos por las plantas del hospital; incluida la visita a la Unidad de Neonatología, donde se encuentran los otros “pelones” del hospital), pero a través de diferentes escenas podemos tener un telón de fondo para apreciar las diversas etapas que vivimos al enfrentarnos a un cáncer: el rechazo, la negación, el dolor, la aceptación, etc.
El título de la película (Planta 4.ª) y el de la obra de teatro (Los pelones) de la que emana, nos fijan la atención en el núcleo que centra el guión: el primer título nos recuerda que es común referirnos así a algunas plantas de un hospital que albergan enfermos especialmente complicados (como puede ser la hospitalización de niños oncológicos); el segundo título porque hace referencia a la alopecia como efecto secundario de los tratamientos oncológicos y signo indirecto de una dolencia.
Antonio Mercero no ha realizado una obra de arte cinematográfica con Planta 4.ª, pero sí ha sabido escoger una temática que prácticamente funciona sola y que atrapa al espectador por su impacto social, emociones y motivos de aprendizaje que emanan de su visión. Cáncer y adolescencia, comunicación de malas noticias, profesionalismo, afrontamiento de la enfermedad, relaciones interpersonales y terapéuticas, son aspectos que se tratan en sus escenas.
Una película que es fácil de recordar. Pero que recordarán especialmente los compañeros del Hospital Príncipe de Asturias (de Alcalá de Henares), en cuyos pasillos se rodó la película. Y que también recordaremos por el abanico de sentimientos que el compositor Manuel Villalta nos deja en su banda musical, una de las mejores bandas sonoras de los últimos años en nuestro país (y que contrasta con la canción “Nasío pa la alegría” que el grupo Estopa nos brinda en una escena de la película).
Una temática similar a esta película, y también basada en una obra de Albert Espinosa (El mundo amarillo), es la serie de televisión Pulseras rojas (2011), aunque en esta ocasión los adolescentes ingresados padecen diferentes enfermedades, no solo patologías oncológicas.
Una peculiar historia de amor de dos adolescentes que arrastran un peculiar pasado y presente. Enoche (Henry Hooper) se dedica a acudir a entierros de gente desconocida debido al sentimiento de frustración que le originó el hecho de no haber podido asistir al entierro de sus padres tras entrar en coma a causa del accidente de tráfico que les costó la vida. En uno de estos funerales, conoce a la joven Annabel (Mia Wasikowska), que dice trabajar en un centro de cáncer, pero que más tarde admite ser una paciente con un tumor del sistema nervioso central a la que le restan pocos meses de vida. Las esencias de la amistad y del primer amor entre dos adolescentes a los que la vida les ha hecho madurar demasiado pronto: él devuelto a una vida que rechaza, que no entiende y que no acepta; ella repleta de vida, pero abocada a la muerte. Un primer amor con el duelo y la redención mutua como amigos de compañía, además de ese amigo imaginario (ese fantasma de un piloto kamikaze japonés).
Un recorrido por la Oncología pediátrica a través de 15 títulos de películas (nueve con la leucemia como protagonista y otras seis con otros tipos de cánceres). Un recorrido por la vida y los sentimientos de Óscar, Paulina, Anne, Antonio, Amina, Sam, Camino, Tyler, Adán, Miguel Ángel, Annabel… y por la vida de sus familias y de los sanitarios que los han atendido.
Películas que nos muestran con distintas dosis de ciencia y conciencia el mundo y las emociones del cáncer en la infancia. Películas que proceden de distintos países, pero que, aunque hablen distintos idiomas, hablan de duelos y sentimientos similares.
De la recopilación realizada, destacamos diez títulos, por ser películas que atesoran valores y que pueden ayudar a mejorar la relación médico-paciente: y de ellas, hemos considerado imprescindibles cinco títulos (Camino, Cartas a Dios, Cartas al Cielo, Declaración de guerra y Surviving Amina) y adecuados otros cinco títulos (El llanto de la mariposa, La decisión de Anne, Maktub, Planta 4.ª y Vivir para siempre).
Hemos considerado títulos imprescindibles aquellas películas que reúnen la combinación de ser buenas películas desde el punto de vista cinematográfico y documentos interesantes a la hora de plasmar los aspectos orgánicos y psicológicos del cáncer en la infancia y la adolescencia. Por su capacidad docente y de despertar un sano debate alrededor de los sentimientos y las fases de duelo, deberçian ser películas de aconsejable “prescripción” en las rotaciones de los residentes por Oncología pediátrica. Y, en algún caso, por qué no, también para aconsejar a familiares de niños afectos.
Hemos considerado títulos adecuados aquellas películas que, sin llegar a cumplir con un umbral cinematográfico excelente, sí reúnen escenas para favorecer el debate y para aportar valores. Sin duda, complementan la visión general que el cine ha dibujado del cáncer infantil en la gran pantalla. También aconsejables en un segundo término.
Porque en una patología tan sensible para pacientes, familiares y para profesionales sanitarios, como es el cáncer en la infancia y adolescencia, no solo hay que prescribir sofisticadas pruebas diagnósticas y modernos tratamientos, sino también películas (antiguas y modernas), películas que ayudan a comprender la enfermedad, a mejorar el duelo, a humanizar la atención y a mejorar la relación entre profesionales sanitarios y pacientes.
La prescripción de películas puede orientarse a estudiantes de Medicina, a residentes de Pediatría (y otros residentes en formación) a su paso por los Servicios/Unidades de Oncología pediátrica, a los propios especialistas en Pediatría y Oncología y a otros profesionales (Enfermería, auxiliares, etc.) que trabajen con niños oncológicos. También podrían prescribirse películas a familiares de los niños oncológicos e, incluso, a los propios pacientes (niños y/o adolescentes), siempre estudiando muy bien el objetivo que se pretende en cada receptor, para que el mensaje positivo llegue correctamente a todos. No todas las películas serán válidas para todos los potenciales receptores y debe ser un tema que se maneje con la prudencia, el decoro, la ciencia y la conciencia que se merece, teniendo muy presente (en el caso de que nos dirijamos a familias y pacientes) la fase de la enfermedad y el estado de ánimo. Pero no debemos despreciar el valor que tiene el cine como arma educativa y como herramienta de reflexión, y el impacto que puede tener como estrategia de afrontamiento, cuando se pasa de un mero espectador a un auténtico protagonista en la vida real. Afrontamiento especialmente importante en tres fases del cáncer en Pediatría (y en general): en la fase del diagnóstico (incredulidad y sensación de injusticia, dolor), en la fase del tratamiento (y sus fases de negación, incomprensión, indefensión, impotencia, etc.) y en la fase del pronóstico (con la vida, la muerte y las secuelas como corolario).
El cine tiene claros fines docentes: la justificación, con base filosófica, muestra la utilidad del formato cinematográfico para hacer presentes y comprender motivaciones y acciones. Las reflexiones que provocan las escenas y la empatía con los personajes es el inicio para abordar el tema del reconocimiento y para mejorar la relación entre los profesionales sanitarios y los pacientes/familiares9.
“Prescribir” películas no es ninguna novedad, pero sí es un acto poco utilizado en la práctica sanitaria. Por ello abogamos.
Los autores declaran no presentar conflictos de intereses en relación con la preparación y publicación de este artículo.
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